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Columna
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Esclavos

Somos esclavos del espectáculo. Ni siquiera los mitos catastrofico-futuristas más paranoicos lo previeron

Fotograma de la película 1984
Fotograma de la película 1984

Algo está pasando. No logro explicarlo y me aterra: nunca antes habían sido tan difíciles las actividades cotidianas más sencillas y placenteras: pensar, charlar, guardar silencio, leer un libro. En cambio, es incontrolable el impulso autodestructivo de pasar el día consumiendo malas noticias.

Somos adictos a la microdosis constante de información, junkies de los megabytes. ¿Y cómo no serlo? ¿Cómo desconectarnos del minuto-a-minuto si, mientras nos dormimos una siesta, se firmó una orden ejecutiva chingándose a miles de seres humanos? Nos sumergimos en el metro y, cuando volvimos a salir a la calle, 20 cuadras adelante, ya cayó otra bomba y desaparecieron 20 cuadras de Alepo.

El éxito del espectáculo radica en una triple confluencia. Primero, su contenido: la historia cautivadora y los arquetipos que la representan —villanos (Trump, Putin), héroes (los Obamas, Bernie), cretinos secundarios (Erdogan, Peña Nieto, Theresa May). Segundo, su formato: la estructura de thriller de la trama, la velocidad, y la multiplicidad de perspectivas que aportan los innumerables guionistas. Y tercero, el medio, o múltiples medios —teléfonos, computadoras— a través de los cuales podemos acceder a él inmediata y constantemente.

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Somos esclavos del espectáculo. Ni siquiera los mitos catastrofico-futuristas más paranoicos lo previeron. En la distopía orwelliana, por ejemplo, el mal mayor era el Gran Hermano, que todo lo vigilaba. Pero para nosotros, el Gran Hermano es un mal menor: el espionaje estatal y de empresas son nuestro rancio pan de cada día. Nuestro problema no es ser observados y vigilados; sino no poder dejar de observar. El Gran Hermano somos nosotros.

Podríamos no ver más, no comprar periódicos, renunciar a Internet. ¿Pero de qué serviría cerrar los ojos? Ya lo dijo Jean Piaget: solo los bebés menores de ocho meses creen que las cosas dejan de existir cuando las dejamos de ver. Los demás no podemos darnos ese lujo metafísico.

Así que acá estamos, pasmados ante lo que vemos. Sentimos una pérdida de normalidad. Vivimos en estado de emergencia. Lloramos con nuevo tipo de llanto, desde un dolor moral y espiritual profundo. Presentimos que el alma humana se está deformando y se va vaciando, a medida que avanzan los episodios del horror y les damos retuit o like o forward. No entendemos nuestro nuevo papel confuso de espectadores-partícipes. Dormimos poco y mal. Y cuando despertamos, el espectáculo sigue ahí.

La pregunta es urgente: ¿cómo re-aprender a observar, pensar y participar en el mundo, sin alimentar la maquinaria del espectáculo?

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