¿Por qué los dibujos animados hablan de sexo, violencia y trabajos basura?
La animación televisiva para niños está viviendo una extraña Edad de Oro, hecha de desacato y desinhibición. Si tu idea es algo entre lo inocente y lo educativo, hace mucho que no ves dibujos animados
En un mundo post-apocalíptico donde, al modo de La tierra moribunda de Jack Vance, el colapso de la tecnología ha cedido su espacio al resurgimiento de la magia, un niño y un perro con poderes polimórficos, hermanos de adopción, entran en el interior de un monstruo para intentar curarle su dolor de tripa. Lo que encuentran en su estómago es una rave party clandestina poblada de bulliciosos ositos fiesteros, inconscientes del inminente seísmo estomacal que amenaza con poner catastrófico fin a sus previsiones de juerga.
Tras deleitarse con una sesión de vídeos virales en YouTube, donde personajes como el Viejo de las Herraduras y Ninja Gayumbos sufren o infligen reiteradas humillaciones, un mapache y un arrendajo azul, amigos en irredimible estado de perpetua inmadurez, deciden entrar en las profundidades de Internet para rescatar al gerente del parque donde trabajan en régimen de explotación, que a la sazón había sido abducido por esa Red Tentacular de la Crueldad.
"Los ancianos son una plaga. Están por todas partes", le dice un cacahuete a su compañero de trabajo en el supermercado, un pepinillo, para consolarle después de que un descuido laboral de éste haya provocado la detención de una abuela que intentaba pasar un artículo de más por la caja rápida. El destino de la detenida es una Cárcel de Ancianas, donde otra venerable clienta asegura haber perdido un brazo tras ser agredida, por chivata, por las abuelas más chungas del planeta.
Estas son tan solo tres escenas escogidas al azar entre la programación infantil televisiva. Pertenecen, respectivamente, a las series Hora de aventuras de Pendleton Ward, Historias corrientes de J. C. Quintel y Pepinillo y Cacahuete de Noah Z. Jones. Un dato relevante: la última de ellas forma parte de la oferta del canal Disney XD, vinculado a esa gran corporación que solo la pura fuerza de la costumbre sigue asociando a la salvaguarda y difusión de los más sacrosantos valores de la América conservadora. Se podrían buscar otros ejemplos, en títulos como Bob Esponja de Stephen Hillenburg, Las maravillosas desventuras de Flapjack de Thurop Van Orman, Sanjay y Craig de Jim Dirschberger, Jay Howell y Andreas Trolf, Tito Yayo de Peter Browngardt o Steven Universe de Rebecca Sugar, entre muchas otras. La animación televisiva para niños está viviendo una extraña Edad de Oro, hecha de desacato y desinhibición. O, dicho de otra manera, el espíritu de la Contracultura no solo no ha muerto, sino que ha encontrado un territorio ideal para sobrevivir bajo camuflaje, desarrollando, al mismo tiempo, una valiosa labor: la de educar a los más pequeños en la insumisión.
Una pedagogía extrema
¿Existe una conspiración para corromper a los niños del Milenio? ¿O estamos asistiendo, sin saberlo, a las clases particulares que, vía televisiva, está recibiendo la generación que, en el futuro, cumplirá, por fin, las aspiraciones utópicas del underground de los 60 y 70?
El semanario satírico 'MAD' les había enseñado a perderle el respeto a la cultura de los padres
En lo que respecta al siempre delicado tema de la animación infantil, uno suele encontrarse con dos tipos de posiciones entre los miembros de la casta paterna: a) el modelo de padres progres que protegen a sus retoños del supuestamente nocivo influjo de una animación disneyana que, según quiere el tópico, forma a princesas consumistas y a votantes de derechas o b) el modelo de gente de orden, siempre presta a poner el grito en el cielo frente a toda manifestación de estilizada violencia o contundente humor escatológico en vivos y dinámicos colores. Nada mejor que estar en un grupo de WhatsApp de madres o padres para confirmar la extraña vigencia de estas dos posturas y, también, para caer en la cuenta de que todo este fenómeno de los flamantes dibujos animados de vanguardia para niños parece haber pasado completamente inadvertido por esos dos modelos de radar sancionador. Todas estas nuevas series tienen algo en común: son obras de autor y han aprendido a comunicarse en un doble lenguaje, ofreciendo estímulos directos al espectador en minoría de edad, al tiempo que desvelan sus abrasivos subtextos —sobre el mundo de las drogas, el trabajo basura, la inmadurez generacional, el sexo y la violencia— a una iniciada audiencia adulta que encuentra en estas propuestas esos discursos radicales y atrevidos que las parrillas televisivas suelen expulsar del prime time.
En El nacimiento de una contracultura (Kairós) de Theodore Roszak, obra de referencia publicada en 1968, ya detectaba un fenómeno parecido en la formación de quienes, en los 60, se convertirían en los motores de la cultura hippy y los movimientos estudiantiles: el semanario satírico MAD les había enseñado a perderle el respeto a la cultura de los padres. "El feroz cinismo con que MAD comenzó a lanzarse sobre el american way of life —política, publicidad, medios de comunicación, enseñanza, etc…— ha dado sus frutos", escribía Roszak, "los chicos que tenían doce años cuando apareció MAD tienen ahora veinte, y todos ellos han pasado por la experiencia de un decenio que trató la concepción de la vida de sus padres en materia risible". Años más tarde, el historietista Art Spiegelman, autor de MAUS, recurrió a ese mismo argumento cuando se vio en el centro de una polémica promovida por padres enfurecidos al haber sido ideólogo e instigador de la famosa colección de cromos La Pandilla Basura, rica en imágenes de barroca fealdad, entre lo burlonamente sádico y lo festivamente vomitivo: "Fueron los lectores de la revista MAD quienes acabaron engrosando el activismo contra la intervención americana en Vietnam. Espero que La Pandilla Basura también dé frutos similares".
En el origen hubo una esnifada (de pétalos)
Los desaforados dibujos animados que han tomado por asalto la programación infantil son, de hecho, el (por el momento) feliz desenlace de una larga historia, que empezó, de hecho, el 23 de abril de 1988, cuando la reemisión de un episodio de la serie televisiva Mighty Mouse. The new adventures protagonizó un sonado escándalo mediático después de que un padre de familia de Kentucky, alarmado por lo que sus hijos acababan de ver en televisión, se pusiera en contacto con la American Family Association de Tupelo (Misisipi), asociación fundada por el reverendo metodista Donald Wildmon. En el episodio en cuestión, titulado The littlest tramp, Súper Ratón, un personaje creado por Paul Terry en 1942 como inocua parodia roedora de Superman, bebía los vientos por una pobre florista perpetuamente martirizada por un machirulo con el rostro de Kirk Douglas. En un momento de melancolía romántica, el superhéroe se sacaba del bolsillo los machacados pétalos de rosa que la muchacha le había ofrecido… y los aspiraba por la nariz. El cacao estaba servido: un icónico personaje de dibujos animados acababa de evocar el gesto del esnifado de cocaína ante una audiencia potencial de miles de menores.
El director de la serie no era otro que Ralph Bakshi, el animador que, unos años antes, había pasado a la historia por ser el director de la primera película de dibujos clasificada X: El gato caliente (1972), adaptación de las historietas del dibujante underground Robert Crumb protagonizadas por el lúbrico y toxicómano felino Fritz. Las hordas conservadoras no tardaron en clamar al unísono que la CBS había reclutado a un reconocido pornógrafo para corromper a la infancia. El fantasma de la caza de brujas contra los tebeos de terror de la E.C. Comics emprendida por el pedagogo Fredric Wertham en los años 50 volvía a ser invocado. En un honroso gesto, la CBS, lejos de desembarazarse de esa patata caliente, decidió cerrar filas en torno a Bakshi, protegiendo su integridad artística al alegar que, en este caso, el problema estaba en la mirada del observador. Reconocido tacaño, Bakshi había reclutado a un pelotón de jóvenes promesas de la animación, a las que pagaba draconianamente, pero a las que concedía una extrema libertad de juego. En el equipo de Mighty Mouse. The new adventures coincidieron muchos de los impulsores de esa nueva animación televisiva de autor que empezaría a propagarse como la pólvora: Bruce W. Timm, Rich Moore, Tom Minton, Jim Reardon y Lynne Naylor, pero, por encima de todos, John Kricfalusi, que volvería a ser objeto de controversia años después, cuando el canal Nickelodeon le despidió tras arrebatarle la propiedad de sus personajes —Ren y Stimpy, otro paso clave en el proceso— y censurarle un episodio —Man’s best friend— por su efusión de violencia explícita.
Más allá del yunque
La serie de Bakshi y sus jóvenes renegados fue un Big Bang de creatividadque acabó definiendo inéditas formas de animación adulta para televisión —algunos de ellos acabaron integrados en Los Simpson y Futurama—, dejó su huella en la industria cinematográfica —otros están en nómina en Disney y Pixar— y desencadenó un proceso que culmina en este presente donde las series infantiles se atreven con las danzas lésbicas (Steven Universe), el feroz cuestionamiento ideológico del trabajo basura (Bob Esponja, Historias corrientes), la glotonería politóxica (Hora de aventuras), las pintorescas costumbres de la Basura Blanca (Tito Yayo) o todas las formas de la crueldad cotidiana.
El lenguaje del dibujo animado clásico —de Tom y Jerry a los cartoons de la Warner— había hecho de la violencia uno de sus componentes esenciales: una violencia estilizada y tremendamente codificada, hecha de anatomías elásticas capaces de sobrevivir a todo golpe de yunque. Ahora, mientras la animación televisiva para adultos sigue pulverizando tabúes de representación —South Park, Rick y Morty—, estos nuevos dibujos animados infantiles parecen preparar a las nuevas generaciones para un futuro regido por una libertad de invención absoluta. Incluso Disney —Gravity Falls, Pepinillo y Cacahuete— se suma a la fiesta. Y el atractivo no solo está en las ocurrencias: el fenómeno es toda una orgía de nuevas estéticas imaginativas y transgresoras.
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