‘Chic convulsif’
Este revelador e injustamente olvidado concepto invirtió mi sentido de la realidad

Saturada por el trabajo y la contaminación barcelonesa, me vi forzada a realizar una salida de emergencia a mitad de semana. Mis íntimos conocen mis esfuerzos para ser ordenada y trabajadora, y no caer en la bohemia desatada, pero ante mi acusada parálisis mental y física, me mandaron a paseo. Metí mi ordenador portátil y cuatro trapos playeros inconexos en una maletita, y trasladé mi centro de operaciones a casa de un amigo que me ofreció refugio temporal en la Costa Brava. Tras un par de noches esnifando pino, mar, cigarras y alegre camaradería, mis trapos se habían transformado en psico-pareos y yo no deseaba volver a la ciudad. Todavía aturdida por el cansancio, acepté una invitación para subir a L’Empordà, conocer a una dama muy chic y asistir a un concierto en el Castillo de Perelada. Imprudente. No tenía nada elegante que ponerme.
Superé mi aversión a la plancha y planché con gran esmero mi túnica playera estilo griego apolíneo. A pesar de haberla colgado cuidadosamente en la percha trasera del coche, cuando llegamos a la preciosa masía estaba arrugadísima. Castigué con un agresivo zapateado y un mal nombre al aristocrático pasajero que, sospecho, se había sentado encima. Nada podía hacerse. Llegábamos tarde al concierto. Muerta de la vergüenza, me desorienté, extravié mis enseres, mi túnica y mis pinturas en la inmensa mansión, ante la atónita mirada de la dama, cuyo indudable chic décontracté, relajado y distendido, contrastaba con mi creciente y vulgar agitación. Cuando, con gran tacto, se interesó por el motivo de mi desconcierto, le mostré mi arrugada túnica y, con toda naturalidad, exclamó: “¡Es de un chic convulso!”.
Este revelador e injustamente olvidado concepto invirtió mi sentido de la realidad. Me calmé, encontré mis cosas, me mudé en el parking, me maquillé en el coche, por el camino me topé con una figurita de un león etrusco, la fiera me fue donada generosamente y ahora es mi talismán. En Perelada, fui invitada sin invitación, me embriagaron las magnolias y la exquisita actuación de Alfonso Vilallonga y Marco Mezquida. Un trapecista me dio un abrazo al revés, tuve, al menos, dos amores y, bajo un divino templo de verdor arbóreo, bebí cava, miré al cielo y respiré. Respiré profundamente. No recordaba cuándo había sido la última vez. Hija pródiga de un glamour nativo —casi, casi francés—, encontré una rosa y la guardé para mi jardín de invierno.
Sospecho que las serenas estatuas clásicas que guardaban la piscina de la mansión se bañaron en cuanto nos fuimos.
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