El día del orgullo olé
La manifestación de Valencia es una prueba de debilidad que retrata la tauromaquia como una minoría amenazada
Se supone que a un aficionado a los toros -es mi caso- debería haberle confortado la manifestación de ayer en Valencia. Un "Basta ya" multitudinario que reflejaba el orgullo de una minoría acosada. El problema es que la yuxtaposición de orgullo y minoría acosada refleja en sí misma la precariedad de la tauromaquia, su desubicación en la sociedad, la insólita degradación de símbolo cultural a fenómeno amenazado.
Impresiona reconocerlo porque la reputación de los toros se ha deteriorado mucho en muy poco tiempo, no ya por su propia tendencia a la autodestrucción, sino porque los malentendidos que conspiran contra la Fiesta han acelerado su agonía.
Un malentendido es el medioambiental. La tauromaquia no ha sabido evangelizar sus valores ecologistas. Otro malentendido es el político, que extrema la vinculación de los toros al conservadurismo, al anacronismo cañí, al bucle identitario (qué tiempos aquellos de la movida, cuando el taurino se identificaba con el progre, o cuando los tomasistas apelaban al republicanismo libertario del monstruo).
Y el tercer malentendido es el sociológico. La tauromaquia estiliza el rito de la muerte en una sociedad que ha convertido los tanatorios en salas de exposiciones. Y que ha establecido una jerarquía inequívoca respecto a la pureza del reino animal.
No es cuestión maldecir a Disney, sino de aclarar que los miembros de la "secta" taurina, ya en la semiclandestinidad, acudimos al ruedo a idolatrar al uro, no a gozar con su sacrificio. Y que la estética exuberante, apabullante de la misa ibérica se atiene al principio dialéctico absoluto entre Eros y Tánatos: la creación y la muerte.
Es la razón -o la sinrazón- que contradice la propuesta de la corrida de toros incruenta sopesada esta mañana por el alcalde de Valencia, el señor Ribó. Suprimir la muerte en la corrida es como suprimir la eucaristía en la misa, despojar ambos ritos del misterio y de la comunión. Amanerarlos para hacerlos tolerables, como si escondiendo la muerte -en Portugal sí se mata al toro dentro de los chiqueros- pretendiéramos haberla vencido. E ignorándose que el trance de la suerte suprema introduce el pasaje en que mayores riesgos contrae el torero, precisamente por la gravedad del instante. Y porque el matador -se dice matador- sacrifica a la res desde la posición de mayor dignidad, a diferencia de cuanto ocurre en los mataderos industriales.
Estas cosas, las corridas edulcoradas, se hicieron hace unos años en Las Vegas. Las organizó un empresario estrafalario llamado "Don Bull" porque no quería irritar a los turistas de los casinos. Un planteamiento hipócrita que ya se inculcó en el boxeo, haciendo del pressing-catch un espectáculo simulado. Y emulando aquella receta que se anunciaba en una taberna de Lebrija: "Patatas como con carne".
Ha sido un error insistir en las justificaciones. Hemos abusado de Lorca y de Picasso. Hemos colmado la paciencia de Vargas Llosa. Hemos dilatado la protección moral de Francia. Y hemos creído que a la Fiesta le protegía un derecho natural, ignorando que la sociedad ha invertido el valor semántico del sustantivo torero: de elogio a insulto.
La manifestación de los 10.000 en Valencia, celebrada desde la euforia inconsciente como una jornada histórica, es una prueba de debilidad. Convertiremos el 13 de marzo en el día del orgullo olé y en un ritual esporádico de autoestima. Ayer nos hemos constituido en colectivo discriminado. No sé me ocurre una definición más ingrata para quienes fueron los últimos caballeros de la espada. Ni más incierta. Ni me gusta que Enrique Ponce se apropie de un eslogan populista -"el pueblo ha salido a la calle-"- para amañar la realidad y la esperanza.
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