25 fotosLos ocho de ocho millonesDicen que no tienen otra salida que trabajar para ayudar a las paupérrimas economías familiares. Son los niños trabajadores de BangladeshAlejandra AgudoSofía MoroDacca - 27 oct 2015 - 10:04CETWhatsappFacebookTwitterBlueskyLinkedinCopiar enlaceEmon posa en la puerta de su casa en uno de los slums de Dacca, capital de Bangladesh, junto a su madre, Shukhi Begum. La progenitora tiene 30 años y explica que el empleo inestable del padre del niño no da para pagar el alquiler. "Es ayudante de un transportista; unos días trabaja y otros no", dice. Ella no tiene empleo, pero asegura que, aunque lo tuviera, su hijo no podría dejar su labor como mecánico por la que gana 1.500 takas (unos 17 euros) al mes. "Sé que está prohibido. Sé que hago mal dejando que mis hijos trabajen, pero tengo que hacerlo para mantener a la familia", añade mientras observa a Emon cabizbajo."Me gusta leer libros, cantar y pintar", asegura el pequeño mientras abraza con ternura protectora a sus hermanos pequeños. Hasta ahí, todo normal, pero Emon no canta como cualquier niño, no hay alegría en su voz ya adolescente cuando entona, a petición de los presentes, una melodía aprendida en clase. Alumno de tercero de primaria, también le gusta estudiar inglés y matemáticas, asegura. "Porque la profesora es interesante", explica. Trabajador y estudiante, solo tiene una tarde libre a la semana. Los viernes. "A veces juego solo a tirar una pelota contra la pared", dice."Está aprendiendo un oficio y ganando un dinerillo mientras estudia. Sé que está prohibido pero no le presiono. No le exploto. Lo que él no puede hacer, lo hago yo mismo y le enseño. Y no le asigno tareas peligrosas". Md. Ziaur Rahman, de 30 años, es el empleador de Emon. Con estas palabras explica por qué tiene contratado (informalmente) a un niño para una tarea que solo puede hacer, por ley, un mayor de 18 años. Él, que dice ganar 15.000 takas al mes (170 euros) paga al pequeño 1.500 (17 euros). El niño, sin embargo, cuenta una historia muy distinta cuando se encuentra seguro en la intimidad de su hogar. "Me regaña cuando hago algo mal", comienza. "No se porta bien conmigo. Cuando me equivoco, me pega, me abofetea o me golpea la mano con el mango del martillo", describe.Emon encuentra en su escuela de la ONG Educo en el asentamiento informal de Shampur un paraíso. Acude cada día de 12.00 a 15.00 horas, partiendo en dos su jornada laboral. Apenas tiene tiempo de comer y asearse, pero lo hace rápido para no perder un minuto de clase. Sus profesoras son, en ocasiones, sus consejeras y confidentes. "A veces me dice que va a dejar el trabajo porque no puede soportar la presión. Pero siempre vuelve porque necesita el dinero", comenta su maestra, Hatsatun Naharz. Otras veces, ocurre al contrario y el niño se ausenta unos días del colegio al sentirse incapaz de acudir a clase debido al cansancio. Con todo, Emon ya cursa tercero de primaria y sueña con seguir estudiando para llegar a ser ingeniero.Tiene 11 años y cursa quinto de primaria. Hashi Akter vive con una antigua vecina de sus padres a la que llama "tía". A cambio del alojamiento, la niña realiza las tareas domésticas: limpia, plancha, hace la comida... para los seis que viven en el apartamento de una sola habitación y duermen en la misma cama: el matrimonio y sus dos hijos, más el hermano de Hashi y ella misma. Los progenitores de la pequeña fallecieron cuando ella tenía tres años. Primero murió el padre en un accidente cuando su esposa estaba embarazada. La mujer no superó un cáncer de útero, relata la "tía" que acogió a los huérfanos en su casa. "La considero mi hija. Es buena chica", asegura Hamida Begum, de 45 años, mientras Hashi limpia verduras en el suelo.Hashi limpia el polvo de cada uno de los muebles del cuarto en el que reside con otros cinco hombres y la dueña de la casa, Hamida Begum. "Si ella quiere estudiar, y puede, la ayudaremos. Queremos que sea independiente", afirma la vecina, tía y empleadora. Después de preparar el desayuno, Hashi va a clase, de ocho de la mañana a tres de la tarde. Aunque a las 11.30 regresa a casa un rato para cocinar la comida. Cursa quinto de primaria y pronto tendrá que superar el examen oficial, una especie de reválida, para pasar de ciclo. Así que, la niña estudia por la noche de siete a nueve cuando ha terminado con sus tareas: dar de cenar a la familia y limpiar. Reconoce, no obstante, que parte de ese tiempo a veces lo dedica a ver la televisión. "Me gustan los dibujos", revela.A Hashi Akter le gusta leer. El último libro que se llevó de la biblioteca escolar en el colegio para niños trabajadores de Educo en Shampur, fue 'My friend Rashid', dice. Justo con la televisión, la lectura es uno de los pocos divertimentos de la niña. "No voy a casa de mis amigas porque a mi tía no le gusta. Solo tengo amigas en la escuela. Hablamos de nuestras cosas, de la familia o el colegio", relata. Sus profesores aseguran que es buena estudiante a pesar de la carga de responsabilidades que asume cada día. Ella quiere llegar "a lo más alto". ¿Qué quiere ser de mayor? "Quiero ser médico, esa es mi primera opción, pero es muy caro, Así que de segunda opción, querría ser maestra. Y si no, trabajar en el gobierno".Parece mayor. Su altura y musculatura no son las de un niño de 11 años. Su vida, tampoco. Alamin es uno de los casi ocho millones de menores que trabajan en el país, según los últimos datos de la Organización Internacional del Trabajo. Desde hace dos años y medio, fabrica chanclas junto a otra decena de críos que trabajan, sin descanso y a una velocidad vertiginosa, en la manufactura. Cobra 1.000 takas al mes (unos 11 euros) por una jornada diaria de 10 horas (de 8.00 a 12.00 por la mañana y de 16.00 a 22.00 en la noche). Libra los viernes, que dedica a jugar al fútbol. Habla muy bajito mientras relata que ha empezado la escuela este 2015. Cursa primero.¿Cómo es un día en la vida de Alamin? "Me levanto, me lavo, desayuno arroz y me vengo a trabajar. Cuando salgo, voy directamente a las escuela y después, voy a casa andando, está cerca, y como. Normalmente arroz con curry, es lo que nos podemos permitir. A las cuatro vuelvo al trabajo y cuando termino, regreso a casa, me lavo, ceno y me voy a dormir", cuenta. Pero no se va a la cama, como cabría pensar, sino que Alamin duerme en el suelo. Solo la extrema necesidad puede explicar por qué Alamin trabaja para Raton Das, dueño de la fábrica de chanclas Raty que, seguramente, acabarán en China, según el comerciante. "Tengo que ayudar a la familia. Tengo dos hermanos y una hermana. Todos trabajamos, salvo el más pequeño", relata el niño. "Mi padre vende verduras en el mercado, pero está enfermo y, a veces no puede", continúa. En su casa (si así puede llamarse a un chamizo de hojalata de 10 metros cuadrados) viven, además, su madre y abuela enferma.Hazaribag es uno de los múltiples asentamientos informales que existen en la Dacca (Bangladesh). En este 'slum', viven cerca de 200.000 personas, la mayor parte en situación de pobreza extrema, hacinadas en chabolas y sin acceso a agua potable y saneamiento. Sus calles son de barro y, con frecuencia, se inundan en la época de lluvias monzónicas. Muchos niños de Hazaribag trabajan, pues la precariedad familiar y la aceptación del trabajo infantil en el país -aunque esté prohíbo por la ley- les empuja a buscar un empleo con el que ayudar económicamente a las maltrechas finanzas domésticas. Raton Das tiene contratados al menos a una docena de críos en su fábrica de chanclas en Hazaribag. "Si empleara adultos, les tendría que pagar más. No accederían a trabajar aquí por un salario tan bajo", reconoce."Me gusta aprender matemáticas. Saber sumar y restar", dice Alamin, que cursa primero de primaria. Empezó a ir al colegio para niños trabajadores de Educo en Hazaribag porque le animó su empleador. De mayor quiere ser un "buen trabajador" en una "gran empresa" y "ganar más salario". Paso a paso, el niño aprende las letras, los números y la disciplina de acudir a diario a la escuela. Ataviado con ropa limpia y con la cartera a la espalda, Alamin parece otro muy distinto del que ensambla chanclas. En la escuela es el niño y el estudiante que su edad dice que debería ser.Rakib Mridha (a la derecha) tiene 12 años. Trabaja nueve horas al día agachado en una habitación de unos nueve metros cuadrados abarrotados de planchas de cuero y otra media docena de niños haciendo la misma labor que él: cortar con una navaja las láminas en forma de suela de zapato. Libra media jornada los viernes y cobra 1.500 takas al mes (17 euros). Así es su vida desde que tenía nueve años. Desde entonces, son muchas veces las que se ha cortado los dedos de las manos y de los pies, pues con ellos, descalzos, sujetan el material. "Me hago daño varias veces al mes", detalla. "Me siento mal, porque veo que otros niños no trabajan y están mejor. Pero tengo que pagar el alquiler de la casa, que son 3.000 takas al mes", explica.Rahat, de 11 años (en el medio) es compañero de faena de Rakib. Ninguno es capaz de esbozar una sonrisa mientras posan para la fotografía. Están cansados, pero ambos utilizarán las cinco horas que separan su turno de la mañana y de la tarde para ir al colegio. A Rakib le gusta aprender matemáticas e inglés "porque puedo entender a los extranjeros", dice. De mayor quiere ser profesor. Rahat cursa quinto de primaria y le gustaría seguir estudiando después de aprobar la reválida.Paruk tiene 37 años y es el padre de Rakib. Ambos viven junto con la madre y una hermana en ocho metros cuadrados de habitación, lúgubre y sucia, solo adornada por coloridos dibujos de flores que pinta el padre. El baño y la cocina son compartidos con otras 40 familias. "No me gusta, pero tengo que usar a mi hijo para tener ingresos", lamenta el padre. Él conduce un tuc-tuc (bicicleta con una cabina incorporada para llevar pasajeros) alquilado, pero no todos los días puede salir en busca de clientes pues asegura que está enfermo del corazón. "Me gusta que estudie. Dice que quiere ser profesor y yo estaría muy orgulloso de que lo consiguiera. Espero que en el futuro consiga un trabajo decente y pueda vivir en un lugar mejor", y se le encienden los ojos tristes a Paruk.Kanchon Rani Das, de 11 años, dejó su trabajo hace tres meses. Llevaba cuatro años sirviendo en una casa. "Ahora dibujo y estudio más inglés", dice en la lengua de Shakespeare. "Me gusta porque quiero viajar al extranjero". Mientras la niña habla, la madre, que no entiende lo que le dice, le acaricia suavemente la frente. "Tiene algo de fiebre", apostilla. No hace falta tener sus notas sobre la mesa para darse cuenta de que Kanchon es muy inteligente, pero no ha podido dedicarse por completo a su formación -siete horas de clase más alguna hora extra- hasta que sus tres hermanas mayores se han casado y marchado de casa. Menos bocas que alimentar con el sueldo de pescador del padre, significa más dinero para que la menor pueda dejar de trabajar y estudiar. "Sé que el slum está no está bien, pero sueño con construir una casa de madera fuera y que mis padres se vengan conmigo. De momento, tengo que vivir aquí con ellos"."¿Quieres ver mis dibujos?", pregunta en inglés Kanchon. Orgullosa, muestra sus creaciones, sobre todo una, la que acabó ilustrando el mes de junio del calendario que la ONG Educo edita anualmente y por la que recibió el premio que muestra ante la cámara. Kanchon se pintó a sí misma estudiando en el suelo de la casa en la que trabajaba. En una mesa, la dueña de la casa, maestra, enseña a leer a otra niña. "Le estoy muy agradecida porque me dejaba estar ahí aprendiendo", afirma sobre su patrona. "Ellos [sus jefes] eran felices. Tenían frigorífico, televisión... y sus hijos estudiaban en buenas escuelas. Tenían cosas. Y pensaba por qué yo tenía que vivir de esta manera", recuerda apenada mientras mulle con la mano las sábanas del camastro que comparte con sus padres en la chabola de hojalata en la que viven.Johshowda Rani tiene 40 años. Es la madre de Kanchon y le brillan los ojos mientras observa a su hija conversar en inglés. "Estoy sorprendida y orgullosa de que hable otro idioma", dice. "Gracias a la ayuda de Educo ha podido estudiar y, además, ella trabaja duro", continúa. Ahora que Kanchon ha podido comprobar los beneficios de dedicarse por completo a su formación, la niña reflexiona: "El trabajo infantil debe parar".En el barrio chabolista de Korail, en el centro de Dacca (Bangladesh), viven 200.000 personas. Las toneladas de basura que generan los pobres que allí viven van a parar al vertedero en el que trabaja Shopon. Tiene 11 años y lleva tres trabajando. Lo explica mientras inspecciona la porquería bajo sus pies descalzados. Busca plástico o cables que poder vender para su reciclado. "A mi madre no le gusta que esté aquí, pero tengo que mantener a la familia", continúa. Y no es un decir. Shopon vive junto con su progenitora y una hermana pequeña y de él depende el sustento familiar desde el momento en el que padre les abandonó y su hermana mayor se marchó de casa.Shopon no sabe muy bien cuánto gana, depende de cuánto plástico recoja. "A las siete de la mañana me vengo a trabajar hasta las diez; si recojo poco vuelvo después del colegio, por la tarde", cuenta. Así es como Shopon paga puntualmente el alquiler de su casa, 2.500 takas al mes (casi 29 euros). Su madre ayuda cuando puede a la economía familiar mendigando por la calle, aunque el niño se resista a reconocerlo. Son tan pobres que no tienen ni una cama y los tres duermen en el suelo de la oscura chabola de escasos metros delimitados por chapa.Pese a su precaria situación y sus escasas perspectivas de futuro, Shopon sueña con ser policía de mayor "para coger a los ladrones". En la escuela de Educo cursa primero y está aprendiendo los número, los colores, las letras... Como a cualquier niño, le gusta jugar con sus amigos y ver dibujos animados.Nazmul tiene 11 años y desde hace uno es empleado de una fábrica de guantes industriales. Su tarea durante ocho horas es colocarlos en montones para su empaquetado una vez que están terminados. En unas semanas, estarán a la venta en Corea del Sur, explica el dueño de la factoría. El ambiente en la habitación es agobiante; sin ventanas, el polvo de tela flota en el aire dificultando la respiración. Nazmul es el más pequeño de la veintena de empleados, cinco de ellos niños. Y también es el que menos cobra, 1.000 takas al mes (11,5 euros).Peque a que otros niños trabajadores de su edad apenas están empezando el colegio, Nazmul cursa el último curso de primaria. Sus maestros en el colegio de la ONG aseguran que es muy buen estudiantes, El pequeño se aplica porque tiene un objetivo: "De mayor quiero ser profesor". Puede que lo consiga. En clase, se muestra muy concentrado en las tareas que les indica el profesor. Hoy, toca aprenderse los planetas. Su empleador, Ballol, afirma que quiere que sus niños trabajadores estén "bien educados". "Sabemos que no debemos contratarles, pero son muy pobres y necesitan el dinero", se justifica.Tiene solo 10 años, es bajito, delgado y su sonrisa es amplia y luminosa. Fahim Shekh es todo un espectáculo mientras trabaja cortando hierros con una radial. No solo porque es una tarea peligrosa para un niño tan pequeño, sino porque la realiza sin protección moviéndose ágil y rápidamente entre y sobre la estructura de acero que le ha tocado despedazar hoy. Tanto es así, que una multitud le rodea mientras él realiza su tarea por la que cobra 500 takas al mes (5,8 euros). "Normalmente lleva gafas, pero hoy se han roto", se apresura a explicar el empleador, Mostofa, al ser advertido del riesgo que corre el crío.Fahim vive junto a sus padres en una chabola bajo las vías del tren. En 2015, empezó la escuela, al mismo tiempo que su trabajo. "Para ayudar a la familia y aprender un oficio para el futuro", dice el niño. Ya lejos de su empleador, en el resguardo de casa, acaba reconociendo que le gustaría ser ingeniero de mayor. "Me gusta mucho aprender", asegura. También disfruta -los viernes por la tarde, cuando libra- jugando con los amigos. "Al fútbol, béisbol, criquet...", detalla. Su madre, Fahima, de 25 años, desea "que llegue a ser lo que quiera. ¿Ingeniero? Pues ingeniero". El padre, conductor de una bici taxi, gana 1.000 takas a la semana (poco más de 11 euros). "Pero cuando gane más, el niño dejará de trabajar", promete.La escuela de la ONG española Educo en el barrio de Fahim, Shampur, tiene decenas de estudiantes que, como él, trabajan. Allí encuentran un espacio donde pueden ser los niños que son. Y cantar, pintar, jugar y, por supuesto, estudiar. Solo aprender los números y matemáticas les cambia la vida, pues les sirve para llevar unas finanzas básicas y que sus empleadores no les engañen pagándoles menos de lo acordado. Algunos, más bien las chicas, continúan más allá de la primaria y llegan a la universidad; otros, sobre todo los chicos, montan sus propios negocios. Los trabajadores de la organización están convencidos que solo con educación, estos niños tienen alguna oportunidad de escapar al círculo de la pobreza. Y quizá, en el futuro, erradicar el trabajo infantil.