San Xoán
Los días anteriores el barrio pedía leña por las casas y se montaba la hoguera al lado del crucero
Hace un par de semanas cenamos en Madrid el marqués y yo. El marqués lo es de verdad, o sea que no tiene título. Es cínico y descreído, pero también brillante, por lo que duró poco en política. He conocido pocos sibaritas con más gusto. Esta vez el vino lo deja nostálgico y empieza a hablar de su barrio mientras señala desde la mesa del fondo lugares más allá de la puerta. Estamos en La Tasquita y el marqués nació en los años cincuenta a pocos metros, en Estrella. Enumera las calles, los negocios de entonces, su abuelo y bisabuelo, y la iglesia en que fueron bautizados todos. Hay un momento en que se le quiebra la voz. “Este barrio”, me dice muy serio, “es el coño de mi madre”.
Como es un lunes y tenemos toda la noche, yo le hablo al marqués de mi barrio, el de O Cruceiro en Sanxenxo. Niños descalzos no por pobres sino por quinquis, con pantalón corto vaquero, las piernas llenas de negrones y la camiseta rota. Un año compramos monopatines para tumbarnos encima de ellos y darnos velocidad con las manos, ésa era nuestra idea de lo sofisticado. Echábamos el día en la calle y sólo se hacía lo que estaba mal visto, como robar, escupir y conspirar. Éramos niños de 13 años despeluxados, flacos y sucios. Lo que pasaba, le digo al marqués, es que nuestra temporada alta acababa en San Xoán. Los días anteriores el barrio pedía leña por las casas y se montaba la hoguera al lado del crucero. La única cicatriz que tengo es por saltar el fuego con un kilo de sardinas en la barriga: salí con el fémur en llamas. Esa noche se permitía todo. Según la tradición, podíamos subir a balcones y ventanas a robar flores, romper macetas, robar cancillas. Había que escapar de lo que siempre escapan los niños decentes: de los padres y de la policía.
Después de esa noche llegaba a Sanxenxo el turismo. Nos poníamos camisa y nos peinábamos como David Summers. Íbamos por ahí encoloniados tratando de hablar con verbos compuestos; no perdíamos el orgullo de clase, pero había que tirarse el rollo con las pijas. Buscábamos la hegemonía, como Podemos, pero el núcleo irradiaba de cojones. Yo escuchaba a Isi decir “¿lo has traído?” y tenía que atarme los cordones (llevábamos cordones) para aguantar la risa. Ése era mi barrio, le digo al marqués, que ha pedido la comida para echársela al gin-tonic.
Este domingo recibí un whatsapp de él preguntándome por Sánchez y la bandera. “Es un golpe político inteligente, pero como la patria es la infancia”, le escribí, “cuando yo me presente a La Moncloa presidirá el acto una foto gigante del coño de Courbet, en homenaje al barrio”.
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