Venecia vive... pese a todo
(*) Por Caterina Borelli
Escribir de Venecia sin caer en temas trillados es casi igual de difícil que fotografiarla sin que las imágenes que producimos parezcan postales. Y es que se trata de una ciudad que ha generado a su alrededor unos imaginarios que parecen ahora más reales que su misma realidad, si se me permite la tautología. Les invito a no divagar. Dejemos de lado las reflexiones metafísicas sobre los canales de aguas estancadas y los muros carcomidos como metáfora de la vida humana, y partamos de una simple pero fundamental constatación: Venecia es la ciudad más turistificada del mundo. Con sus 58.000 habitantes, 20 millones de turistas la visitan cada año, aunque algunas estimaciones apuntan a que su número podría llegar incluso a los 30 millones si se lograra contabilizar la creciente tasa de excursionistas que no pernoctan en la ciudad. Sea como fuere, se ha superado abundantemente su capacidad de carga turística, que un estudio de la Universidad Ca’ Foscari de Venecia ha calculado en 7,5 millones de visitantes como valor optimal y 12 millones como máximo inderogable.
El grado de desproporción entre residencia (con una inflexión del 66% en los últimos 60 años) y tránsito (+530% en el mismo periodo, multiplicándose por tres en tan sólo una década) que caracteriza la vida de este territorio se ha convertido en un desequilibrio estructural. Las dos problemáticas del “éxodo” y la “invasión” están tan estrechamente relacionadas, que ya es difícil distinguir entre causas y efectos. La sangría irrefrenable de habitantes genera unas condiciones inmejorables - empezando por la abundancia de viviendas y locales vacíos - para la proliferación del monocultivo turístico. Éste a su vez, con su carácter penetrante e invasivo, erosiona las bases de la calidad de vida de los residentes, especialmente los que no viven de ello. Cada año, 1.000 acaban mudándose fuera de la ciudad. En resumidas cuentas: cuanta más gente se marcha de Venecia, más espacios son ganados por el sector turístico (entendido en el sentido más amplio del término); y a más espacios turistizados, más gente se irá.
Venecia está perdiendo hasta tal punto su función urbana, que desde varios lugares se vaticina que, si las tendencias demográficas se mantienen (no se ven razones por las que deberían no hacerlo), en 2030 el proceso será concluido y ya no quedarán habitantes. Al día de hoy, la anteriormente conocida como Serenissima es noticia como nunca: ya sea por sus números apabullantes, o por los escándalos de corrupción que han sacudido su administración. La imagen que recurre es siempre la misma: la ciudad que desaparece, , si no ya muerta (como sugiere una reciente portada del País Semanal) , o mejor dicho, asesinada. A este respecto, el elocuente silencio de las ciencias sociales parece confirmar esta teoría: de otra manera no me explico, como veneciana y como antropóloga, que el caso más potente de espacio urbano turistificado, haya recibido hasta ahora tan poca atención. Con la excepción de Venice, the tourist maze. A cultural critique of the world’s most touristed city de R. C. Davis y G. R. Marvin, no encontramos bibliografía actual sobre la ciudad lagunar. Desde el mundo académico, la mirada que recibe es casi siempre histórica, mientras que su presente parece carecer de interés. Avanzo dos hipótesis al respecto: o las ciencias sociales la consideran implícitamente una civilización del pasado, material para la arqueología y la historiografía, o bien se les presenta como un escenario excesivamente complejo. En ambos casos, el desafío es importante y urgente: demostrar en primer lugar que Venecia puede estar agonizando, pero aún no está muerta, y en segundo lugar penetrar su maraña y hacer luz sobre los procesos sociales en curso, en este caso los referentes a la producción del espacio en el sentido lefebvriano del término.
Porque incluso su forma exterior, su estructura física – a la que a menudo se considera como mera escenografía, entidad fija e inmutable si no fuera por la acción corrosiva del tiempo – sigue evolucionando, y con ella los conflictos sociales, que en estos años se han ido multiplicando, inaugurando así una nueva temporada de participación ciudadana crítica en la ciudad.
A partir del movimiento en contra de los cruceros, primera respuesta radical a la insostenibilidad del actual modelo turístico, diferentes iniciativas populares han ido quebrantando la lánguida pasividad de los venecianos: desde experimentos de gestión cultural participada y talleres de ciudadanía en espacios liberados (el renacido Laboratorio Occupato Morion, Sale Docks y sobre todo el antiguo Teatro Marinoni, que se halla dentro de un hospital en desuso, al centro de una gran operación especulativa y sobre cuyos terrenos se prevé la construcción de un conjunto hotelero y una marina de lujo) hasta la tan sonada campaña de compra colectiva de la isla de Poveglia para evitar que una multinacional hotelera se apodere de este trozo de laguna puesto a subasta por el estado italiano, o la más reciente movilización para salvar la hermosa Villa Heriot, sede de instituciones culturales y educativas públicas, de la venta y reconversión en (¿adivinen?) estructura receptiva. Todos ellos conciernen acciones surgidas alrededor de espacios urbanos contestados, y comparten una concepción de la ciudad como indivisible del frágil microcosmo lagunar que la contiene y la protege, apelan a la sostenibilidad ambiental contra la sobre-explotación del territorio, reivindican políticas basadas en la comunidad y ponen al centro de sus discursos y reclamaciones el concepto de “bien común”.
Parece evidente que la relevancia del caso veneciano como objeto de estudio para las ciencias sociales, en particular la antropología urbana, trasciende sus límites físicos y abre naturalmente a la comparación con otras realidades altamente turistizadas, primera entre todas Barcelona. Sobre las protestas contra el modelo turístico que tuvieron lugar este verano en el barrio de la Barceloneta, y el debate que les siguió, flotaba irremediablemente el espectro de Venecia. Pero la Venecia invocada ya no era una ciudad, sino un paradigma, un memento mori: si no logramos contener y gestionar de manera más sostenible el fenómeno, nos vamos a convertir en eso. Venecia como síndrome, enfermedad terminal caracterizada por el colapso de la vida urbana. Venecia elevada a teorema que ya no necesita de demostración empírica para sustentarse**. Esta imagen de la ciudad muerta se nos antoja no solamente igual de estéril que la postal romántica vendida por las agencias de viaje de todo el mundo, sino además peligrosa, ya que invita implícitamente a pasar por alto, y por lo tanto a desactivar, las voces críticas, las reclamaciones ciudadanas. Los muertos no se quejan, no estorban; los vivos sí. “¡Malditos venecianos! ¿Cuándo se decidirán a marcharse todos, o a morirse ya de una vez, así dejan de romper las pelotas?”. Juro que escuché estas mismas palabras, un día por la calle. Me dejaron tan atónita que no pude reaccionar a tiempo. Pero más allá de la consternación, del momentáneo golpe emotivo, su dureza despiadada nos demuestra mejor que cualquier ensayo o panfleto la necesidad, la urgencia de mostrar Venecia como un espacio urbano contestado, y por lo tanto vivo, bajo la influencia de relaciones de poder asimétricas.
** A finales de 2012 se presentó el documental que el periodista sudtirolés Andreas Pickler rodó en Venecia. Su título original es 'Das Venedig Prinzip', traducido al inglés como 'The Venice Syndrome' y al italiano como 'Teorema Venezia'.
* Caterina Borelli es doctora en antropología y miembro del Observatori d'Antropologia del Conflicte Urbà
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