Juba, capital de una ilusión
El Nilo blanco a su paso por Juba.
El viaje ha sido largo, sobre todo las muchas horas de espera en el aeropuerto de Nairobi.
Aterrizamos en Juba, capital de Sudán del Sur, a las 13:30 del domingo 17 de mayo. Cuando el avión empezó el descenso hacia la pista del aeropuerto sufro una especie de flashback que me transporta en el tiempo a otros países africanos que intentaban salir de la guerra hace ya algunos años. Desde la ventanilla se divisan decenas de aviones de agencias humanitarias, de la ONU, cargos, helicópteros, pequeños jets, camiones y grúas cargando o descargando contenedores. Luego, al comenzar a bajar la escalerilla del avión me recibe un coro de gritos y voces en diversos idiomas pero me fijo en las que pronuncian unos individuos vestidos algunos con uniformes de pilotos y otros con pinta de mecánico. No cabe duda de que son rusos o de la antigua Unión Soviética. No hay conflicto africano que se precie en el que estos señores no aparezcan.
Un equipo de la televisión entrevista a todo el grupo que viajaba en primera. Parece que es gente del gobierno proveniente de Adis Abeba donde estos días continúan las conversaciones de paz entre el gobierno y los rebeldes. Nosotros avanzamos por el aeropuerto hacia el edificio que hace las veces de terminal. Al entrar en él, nos abalanzados sobre las ventanillas de la oficina de inmigración. A pesar de traer el visado desde Kenia, tenemos que esperar una larga cola mientras rellenamos como podemos los impresos amarillos que nos han dado un señor al traspasara la puerta. Un joven vestido con un uniforme nuevo de combate coge mi pasaporte y los impresos. Me acribilla a preguntas, me pide que mire fijamente a la cámara para hacerme una foto y me sella el visado. En la puerta que conduce a la siguiente estancia hay un miliar bastante mayor que el anterior, también con uniforme nuevo y con zapatos marrones y calcetines blancos. Me pide de nuevo el pasaporte y la tarjeta amarilla, para comprobar que estoy vacunado contra la fiebre amarilla.
Superado este trámite llego al mostrador alrededor del cual se amontonan, en el suelo, el equipaje que traemos. Identifico mi maleta. Alguien la sube al mostrador, una policía me pide que la abra. No encuentro la llave, la busco por toda la mochila, saco papeles, el libro que he estado leyendo en los aviones y durante las esperas, Weep not, Child, de Ngungu wa Thiong’o, pero no aparece. Más tarde, en la habitación del hotel, al abrir el bolsillo de la mochila, donde estaba seguro que la había puesto y que vacié dos veces delante de la policía, es lo primero que veo. La agente de seguridad se compadece de mí o se cansa porque la debo estar haciendo perder tiempo, así que dibuja el signo del dólar sobre mi maleta y mi bolsa y me deja pasar.
Camino por el gran hall hacia la salida. Hay bastantes personas que parece no estar haciendo nada allí, entre ellas varios militares con sus uniformes nuevos y chanclas o un par de policías que sentados en sillas reclinadas contra la pared charlan apaciblemente mientras uno de ellos se limpia el oído con lo que parece ser una pluma de gallina. Llegamos al último trámite, comprobar que las maletas son realmente nuestras, que la etiqueta puesta en ellas coincide con la pegatina en nuestro billete.
En la puerta nos espera Philip Chadirga, trabajador de AMREF en Sudan del Sur. Tras los saludos nos pide que esperemos un momento porque también ha venido a buscar a dos médicos especialistas kenianos voluntarios que vienen en nuestro mismo vuelo.
Entre la terminal y el aparcamiento hay una edificación de cemento con el techo de zinc que debe de hacer las veces de sala de espera. Allí se amontonan los que esperan junto a jóvenes que venden tarjetas para recargar el móvil y a algunos chavales que se mueven de grupo en grupo ofreciéndose a llevar las maletas y así sacar algunas monedas con las que sobrevivir. Visten camisetas del Barça viejas y descoloridas. Da la impresión de que no tienen mucha suerte, casi todos los que llegamos tenemos un conductor y un asistente dispuestos a cargar con nuestras maletas hasta el lugar donde está el vehiculo que he venido a recogernos.
El aparcamiento está lleno de grandes coches, 4x4, casi todos con las pegatinas de la NGO u Organismo internacional al que pertenecen. Todos dan la impresión de que tienen mucha prisa por salir de allí. Una cooperante, que trabaja para una “organización cristiana” y que hemos conocido en el avión, nos comenta que el vuelo estaba lleno de cooperantes que regresaban de pasar el fin de semana en Nairobi y que no habían conseguido plaza en el de las 06:30 del lunes, que es en el que normalmente regresa esta gente. Ella se justifica diciendo que vuelve de varios días de reunión, como si descansar de vez en cuando fuera pecado.
El edificio más alto que se divisa desde la salida del aeropuerto está sin terminar, sobresale enormemente sobre las casas de techo de hojalata que lo rodean y en su lateral, junto a una caracteres chinos amarillos y enormes, está escrito Zhouguam.
El coche nos lleva hasta el hotel. Desde el cielo, Juba se veía como una ciudad muy cuadriculada, diseñada sobre el papel, que surgía de pronto, en medio a la nada. La realidad es muy distinta, el caos está por todas partes a pesar de las anchas calles asfaltadas y las aceras. Docenas de grandes coches compiten y fuerzan su paso contra las miles de motos chinas que hacen las veces de taxis, boda-bodas, las furgonetas que transportan viajeros, Matatu o Muasalad, y los cientos de personas que caminan por la calle e intentan cruzar de acera por cualquier espacio libre sin importarles mucho el tráfico. Ahora se ven jóvenes con camisetas del Real Madrid, nuevas y relucientes. Como bien dijo Ramón Lobo, África es el único continente donde la gente cambia de equipo de fútbol para ir siempre con el ganador.
Llegamos a nuestro hotel, el Intra-Africa; una colección de pequeñas cabañas pero cómodas según estándares locales junto al puerto provisional de Juba. Todos los huéspedes son del país. Lo mejor, además de la hospitalidad, es el bar con una gran terraza que termina a la orilla del Nilo blanco, llena de mangos y otros árboles. Todas las mesas están llenas de grupos tomando cerveza y picando algo.
Tras tomar posesión de la habitación y una ducha, nos sentamos en la terraza a disfrutar la primera cerveza a orillas del Nilo, una Tusker keniana, mientras los altavoces escupen rumba congolesa a todo volumen y las moscas intentan zambullirse en nuestros vasos.
Juba
En nuestra primera mañana en el país, un coche de AMREF viene a recogernos. Volvemos a cruzar la ciudad camino de la oficina de la organización, calles asfaltadas y limpias a primera vista (la cosa cambia cuando sales de ellas: hoyos, barro, basura…), muchos edificios nuevos, muchos también a medio construir, grandes muros para protegerlos y cientos de personas en coches, motos o caminando: militares con toda una gama de uniformes nuevos, muchos de ellos con sus armas, policías, escolares vestidos de todos los colores del arco iris para identificar las distintas escuelas, guardias de seguridad que abren las puertas de los altos muros, jóvenes sentados bajo cualquier sombra charlando, mujeres cargando mercancías sobre sus cabezas o delante de tenderetes vendiendo, jóvenes ante un generador para cargar móviles. Decenas de carteles publicitarios que se mezclan con los mensajes de las ONG.
Todo da aspecto de normalidad, pero las apariencias engañan, el conflicto que se inició en diciembre pasado entre los partidarios del Presidente Kiir y los seguidores del ex vicepresidente Machar sigue activo en tres de los estados del norte: Upper Nile, Unity y Jonglei., En la charla sobre seguridad que nos dan al llegar a la oficina de AMREF nos informan de que en Juba la situación está tranquila pero que hay problemas de asaltos por parte de grupos armados y robos y que hay que tener mucho cuidado.
La lucha ha obligado a miles de personas a abandonar sus hogares y buscar refugio en otras partes. Solo en Juba se calcula que existen más de 45.000 personas desplazadas viviendo en varios campos. Fue justo en uno de estos donde se detecto el primer caso de cólera de la presente epidemia que ya se ha cobrado varias vidas y tiene al hospital universitario colapsado. En el recinto de este, se han colocado tiendas de campaña y ni así hay suficiente espacio para acoger a todo los enfermos que llegan. Fueron los laboratorios que AMREF tiene en Nairobi los que confirmaron ese primer caso y dieron la voz de alarma.
Enfermos de cólera en el Hospital Universitario de Juba.
Este conflicto y el gran número de desplazados hacen prever una gran hambruna en el país para dentro de unos tres meses. De hecho, en las regiones donde la lucha es más aguda las agencias humanitarias tiran comida desde aviones por la imposibilidad de acceder al terreno. Para evitar esto y las muerte de miles de personas, el día 19 de mayo tuvo lugar en Noruega, una reunión de países donantes con el objetivo de recaudar 1.500 millones de dólares adicionales a lo ya presupuestado para este país. Sin embargo, solo se han conseguido promesas por un tercio de lo buscado.
Posiblemente, los donantes estén cansados de poner dinero en un país que hace solo un par de años prometía tanto después de salir de la larga guerra contra el norte y declarar su independencia. Millones de dólares fueron donados al nuevo Sudán del Sur para que poco se hiciera con ellos y brotase un conflicto interno que ponía fin a tantas ilusiones creadas. Son muchos los intereses que se conjugan en el país más joven del mundo y como tantas otras veces, son los ciudadanos los que sufren las consecuencias.
Fotos: Chema Caballero
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