Mi bella historia de amor con una aurora en Tromsø
Existen pocos fenómenos atmosféricos más fascinantes, enigmáticos e imprevisibles que las auroras boreales. Puedes viajar al otro extremo del mundo, empeñar tus ahorros y tu tiempo en la empresa, pasar noches enteras al raso y semicongelado… y volverte de vacío sin verlas. Y puedes tener la suerte del novato y la primera vez que llegas a una zona propicia, te las encuentras flameando en el horizonte, como una bandera de gas fluorescente que alguien colgara del cielo cada noche.
Algo así me acaba de ocurrir en la Laponia noruega, por donde he estado viajando estos días en motonieve y en trineo de perros. Cada noche salía a la intemperie, abrigado como para escalar el Everest y armado con cámara y trípode. Lo mismo que hacían otros cientos de viajeros que llegan en invierno hasta Tromsø, la mayor ciudad noruega en el Círculo Polar Ártico, atraídos porque en estas fechas y en esta latitud tan septentrional las probabilidades de verlas son muy elevadas. Pero no dejan de ser eso: probabilidades.
Pasé alguna noche esperándolas sentado a las afueras de Tromsø, para evitar la contaminación lumínica: pasé otras acampado en medio de las planicies oscuras de Laponia, convencido de que en esa soledad aparecerían las luces del norte. Y nada de nada: unas noches porque el cielo se nublaba, otras porque el polvo solar que las provoca caía caprichosamente en Alaska o en Groenlandia, en vez de sobre mi cabeza. Creo que en mi vida había perseguido tanto a una chica como a esta tal Aurora.
Hasta que anoche, por fin, in extremis, porque tenía que regresar de madrugada a España, subí a lo alto de la isla de Tromsøya, a un lago helado en cuyo centro está garantizada cierta pureza lumínica y nada más bajar del taxi, ¿qué me encontré?: una preciosa aurora boreal de color verde botella que cruzaba el firmamento como si una mano gigantesca hubiera lanzado anilina sobre el negro tapete de la bóveda celeste.
Fue una noche mágica: durante hora y media se sucedieron las auroras, siempre del mismo color, pero de formas e intensidad diferentes. Hacía un frío de mil demonios, pero no apetecía irse. El espectáculo se repetía rítmicamente: primero se aprecia una ligera neblina blanca y alargada; luego esa mancha difusa se va haciendo más opaca, hasta que de repente empieza a cambiar de color y se transforma en un verde eléctrico.
El haz flamea, culebrea, se alarga y al final se desparrama sobre el firmamento, como un cohete de fuegos artificiales se abriría y dispersaría cuando alcanza su altura y pierde potencia.
Las fotos que acompañan estas líneas son algunas de las que tomé anoche.
En fin, quever una aurora boreal es una experiencia única. Y que se la recomendaría a cualquiera. La primera aurora boreal es como el primer amor…lo recuerdas toda la vida. Aunque a veces sean más esquivas que ese primer amor. O quizá precisamente por eso sean tan deseadas.
Para saber más sobre la auroras polares: Tromsø, en el norte de Noruega, es un buen lugar para observarlas. En este post encontraréis más información sobre qué son las auroras boreales y australes, cómo se forman y las mejores épocas y lugares del mundo para verlas.
Existen también aplicaciones para tabletas y móviles que miden la probabilidad de verlas en el lugar donde estés. Una de las más populares es Aurora Notifier. Turismo de Noruega tiene la suya propia: Norway Lights.
Aquí tenéis consejos para fotografiar las auroras polares.
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