Un primer ministro de la calle
Elio di Rupo no es un mandatario al uso, tras una infancia de inmigrante pobre se enfrenta a su próximo reto: revalidar el cargo
Pocas veces una frase puede tener un efecto tan grande en la vida de una persona, y quizás en la de un país. “Di Rupo, quiero verte más tarde”, dejó caer durante la clase Franz Aubry, profesor de Química en la pequeña localidad belga de Morlanwelz. El adolescente al que se dirigía, un hijo de inmigrantes que arrastraba sus estudios después de haber repetido algún curso, recapituló lo que había hecho en los últimos días convencido de que estaba a punto de aguantar un chaparrón. Pero no fue así. “¿Sabes? Llevo semanas observándote y me parece que vales”, le dijo al muchacho de 14 años.
“Estas palabras cambiaron mi existencia. Era la primera vez que un adulto cultivado me decía algo así. Aunque también fue duro. Después me dije que nunca jamás podría decepcionarle”, recordaría tiempo después en un libro de memorias.
Nada hacía pensar que el benjamín de una familia de italianos que llegaron a Bélgica para ganarse la vida en la minería acabaría dirigiendo el país y convertido en una de sus figuras más populares. Elio di Rupo, primer ministro belga desde 2011, vivió una infancia dickensiana con un padre que murió cuando él tenía un año y una madre incapaz de mantener a sus siete hijos. El pequeño Elio fue el único que se libró del orfelinato.
Di Rupo afrontará el próximo mayo otro gran reto: las elecciones en las que tratará de revalidar su cargo. No será fácil, pese a que las encuestas le muestran como el político más popular en Valonia y Bruselas y, lo que es más sorprendente, colocan a un francófono como él como el segundo entre los flamencos, tras el líder independentista Bart De Wever. Porque la política belga no está solo dividida entre ideologías. Allí existe una frontera aún más importante: la que separa el sur de habla francesa del norte neerlandófono.
Abiertamente gay, escandalizó a los más pacatos al dejarse besar por un travesti en televisión
El hombre que logró dar estabilidad política a un país que pasó 541 días sin Gobierno no es un primer ministro al uso. Abiertamente homosexual, escandalizó a los más pacatos en 2012, cuando se dejó besar por una travesti en televisión. Esta semana ha protagonizado una polémica bastante intrascendente al haber permitido que salieran a la luz unas imágenes en las que se le veía la espalda. “Di Rupo muestra así que es un hombre de la calle, que trabaja y que si suda no le importa cambiarse de camisa delante de alguien. Además, la escena le sirve también para demostrar que se cuida y que no tiene el cuerpo de un hombre de 62 años”, explica el politólogo Pascal Delwit frente a las críticas de políticos y periodistas que consideran que se trata de una imagen “vergonzosa” para un jefe de Gobierno.
Pero ninguna de estas críticas puede compararse con el infierno que pasó en 1996, cuando en plena conmoción nacional por las atrocidades cometidas por el pederasta Marc Dutroux, Olivier Trusgnach le acusó injustamente de haber abusado sexualmente de él cuando era menor. Este episodio, además de marcarle de por vida y de convertirle en un convencido de la importancia de la presunción de inocencia, sirvió para que la mayoría de los belgas se enteraran de su homosexualidad, algo que no parece haber afectado a su carrera. En el país pionero en el matrimonio gay o la eutanasia a nadie parece sorprender que el primer ministro pasee con sus amigos por la calle sin escolta o que en ocasiones frecuente locales nocturnos.
“Siempre he llevado mis relaciones amorosas de una forma sincera. También con la mujer con la que viví mucho tiempo de una manera más que satisfactoria y feliz. Es una mujer admirable”, confesaba en el libro de entrevistas Elio di Rupo, una vida, una visión a Francis Van de Woestyne. “Es un hombre muy voluntarioso y con mucha confianza en sí mismo que también puede dar muestras de mucha autoridad”, explica el redactor-jefe de La libre Belgique.
Pese a su popularidad, nada garantiza que este socialista francófono que disfruta con la cocina italiana continúe en su puesto tras el 25 de mayo. La pujanza de los nacionalistas flamencos puede ponérselo difícil. Su gran logro durante estos tres años ha sido dar estabilidad política a un país que parece siempre al borde del abismo y que, cuando Di Rupo llegó al cargo, generaba titulares como “la guerra de los belgas”. En el reverso de la moneda, los tres años de coalición entre seis partidos no han servido para contener el apoyo a los flamencos separatistas, sino todo lo contrario. “Cuando llegó al poder, dijo que el éxito de su mandato se mediría si logra contener a los independentistas. Desde ese punto de vista, se puede decir que ha fracasado”, concluye Woestyne.
Normalidad gay en el Benelux
Lo que en otros países puede parecer extraordinario, en el Benelux empieza a ser habitual. Cuando Elio di Rupo se convirtió en primer ministro, muchos medios se centraron más en su condición de francófono –hacía más de 30 años que Bélgica solo elegía jefes de Gobierno flamencos- que en una homosexualidad que él lleva con total normalidad.
Algo parecido ocurrió en Luxemburgo el pasado mes de octubre. Las elecciones dejaron una noticia bomba: tras dos décadas al frente del Gran Ducado, el democristiano Jean-Claude Juncker se veía obligado a abandonar la jefatura de Gobierno. Le reemplazó el joven liberal Xavier Bettel, hasta entonces alcalde de Luxemburgo y abiertamente gay. Lo más sorprendente es que en el número dos del Ejecutivo fue a parar a Etienne Schneider, líder de los socialistas, el segundo partido de la coalición. "Mi vice primer ministro también es gay", admitió Bettel con una normalidad que desarmaría a cualquier crítico.
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