La princesa destronada en 140 caracteres
Gulnara Karimova, la otrora niña mimada del tirano uzbeko, quiso ser una Lady Di de Oriente Fue cantante, se rodeó de la 'jet set' global y amasó una inmensa fortuna Hasta que decidió ser disidente de su propio padre Denunció sus excesos en Twitter y su vida ha dado un giro al infierno
E n los últimos dos meses en Uzbekistán han ocurrido las siguientes cosas: han detenido a un hombre llamado Akbarali Abdullayev; un imperio mediático llamado Terra Forum, compuesto por docenas de canales de televisión y radio, ha sido clausurado, igual que las tiendas de ropa de diseño de la marca Guli. Numerosos guardaespaldas han sido despedidos y se ha abierto una investigación sobre Fund Forum, una de las empresas más grandes del país, por evasión de impuestos. Ha habido una docena de detenciones y se ha cerrado una cuenta de Twitter. Todos estos acontecimientos aparentemente inconexos son en realidad parte del desenlace del mismo drama shakespeariano (o telenovelesco, según se mire) protagonizado por la mujer que está detrás de esos nombres ahora caídos en desgracia: la bella e inclasificable Gulnara Karimova, empresaria, cantante pop, diseñadora, célebre tuitera y, hasta que el Gobierno asoló todo lo que le daba poder, hija mimada del dictador que lleva dos décadas gobernando Uzbekistán con mano dura.
La historia tiene ramificaciones españolas: entre 2010 y 2011 Gulnara Karimova fue embajadora de Uzbekistán en España. Conocía el país después de tratar con Joan Laporta en 2008 para contratar dos encuentros entre el Barcelona y el F. C. Bunyodor, el club más fuerte de Uzbekistán, propiedad de Zeromax, un conglomerado con sede en Suiza, liderado por la princesa, que era el mayor inversor en la economía uzbeka. El culebrón, que al principio parecía una historia costumbrista de los excesos de la clase dirigente uzbeka, se empezó a intensificar en septiembre. Los rumores que apuntaban a que la salud del tirano, Islam Karimov, de 75 años, estaba empeorando irremediablemente cobraban cada vez más fuerza. Gulnara, tan popular y populista, tan diva, tan rubia, siempre había parecido la sucesora más lógica, en contra de lo que establecía la Constitución (que indica que el presidente del Senado deberá asumir el poder tras la muerte de Karimov). “Pero Uzbekistán no tiene ninguna tradición democrática”, explica Scott Horton, especialista en Asia Central de la Universidad de Derecho de Columbia (Nueva York). “Este país lo han gobernado vasallos de los zares y luego Karimov, que ya era secretario del partido comunista en tiempos de la Unión Soviética. La transición de un poder tan arraigado siempre conlleva inseguridades, algún derramamiento de sangre y una traición”.
Esa traición se produjo en septiembre, cuando Lola Karomova-Tillyaeva, la hermana de Gulnara, habló con la BBC para explicar que hacía 12 años que no se hablaban. La princesa le respondió por Twitter acusándola, a ella y a su madre, de practicar brujería. Para entonces, las preguntas de si quería ser la nueva presidenta de su país ya le llovían por la red social, a lo que ella contestaba que no, que era “un trabajo infernal”. En octubre se estrenó como disidente política, acusando a Rustam Inoyatov, responsable de los temidos agentes de seguridad uzbekos, de conspirar para hacerse con el poder. Días después anunció que había sido envenenada con mercurio y que, hospitalización mediante, había sobrevivido. Al poco, denunciaba que los agentes de Inoyatov estaban apaleando a los trabajadores de Terra Forum, su conglomerado de televisiones y radios.
Pero nada de esto es tan conclusivo como la diatriba de tuits en la que se enzarzó el jueves pasado, cuando todos sus negocios se habían evaporado y Gulnara se enfrentaba a una ruina inimaginable hace años. Acusó a su madre, Tatyana Karimova, de realizar importaciones ilegales desde China, Turquía y los Emiratos Árabes. Es más, prosiguió, todo el conflicto familiar había comenzado porque Gulnara se había opuesto (sin éxito) a la detención de su sobrino, Akbarali Abdullayev, cuyo único crimen, sostenía, era saber demasiado de los turbios negocios de Tatyana. Algunas horas después, la cuenta @GulnaraKarimova desapareció de Twitter. No se ha vuelto a saber dónde está la princesa de Uzbekistán.
Sí se sabe que el Gobierno ha permitido, en un Internet generalmente vigilado con lupa, la libre circulación de rumores de que está detenida. En la web de los opositores Movimiento Popular de Uzbekistán —una de las pocas formas de recibir noticias de un país que ha vetado a la mayoría de periodistas extranjeros— se cita a un agente que cuenta cómo su padre había estado agrediéndola. Aun teniendo en cuenta lo dudoso de la fuente, no es descabellado concluir que, al menos, se han acabado los años de gloria de la mujer que no hace tanto aún soñaba con ser la Lady Di oriental.
En retrospectiva, la única dirección a la que se podía encaminar Gulnara Karimova era hacia abajo. “Solía ser la niña de los ojos de su papá el dictador”, recuerda Edward Schatz, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Toronto y conocedor de la región. “Disfrutaba de protección y privilegios por parte del régimen”. Durante años, fue una de las figuras más fuertes de su país, donde las televisiones y radios que ella misma controlaba se dedicaban a cantar sus alabanzas como filántropa, su glamour como it girl y su excelencia como empresaria al frente de Zeromax. Si la princesa se divorciaba, cosa que ocurrió en 2003 y le dio notoriedad internacional, las televisiones subrayaban que ella se quedaba con cinco millones de dólares en joyas y otros 60 en activos como discotecas y estudios de grabación. No se contaba el drama detrás de la custodia de sus dos hijos, que se llevó el marido.
Aprovechó el tirón potenciando su imagen al exterior y dando pábulo a todo capricho que pudiera posicionarla como figura de la jet set mundial. Sus negocios en docenas de industrias internacionales le reportaron una fortuna que el semanario alemán Der Spiegel estimó en más de quinientos millones de euros en 2010. En 2006 sacó su primer videoclip como cantante de pop, bajo el nombre de Googoosha. En 2008 entonó el Bésame mucho con Julio Iglesias, invitado al faraónico festival StyleUz, que ella misma organizaba. Otro año consiguió que fuera Sting a cantar a su país de huertos de albaricoque, campos de algodón y ciudades de piedra a los pies de las montañas del Pamir. José Carreras también había actuado allí gracias a ella. Cuando empezó a diseñar joyas y ropa bajo la marca Guli, cumplió su sueño de codearse con famosos de todo tipo, de Bill Clinton a Elton John. El año pasado escribió el guion de una película sobre la Ruta de la Seda y logró que el actor francés Gérard Depardieu se interesara por el papel del emperador bizantino Justiniano. El filme nunca se rodó, pero Gulnara aprovechó la visita para rodar con él otro de sus delirantes videoclips.
Todo este derroche de capital no ha sido bien recibido en Uzbekistán. Varias organizaciones de derechos humanos denuncian que en el país, que es el quinto exportador de algodón del mundo, se esclaviza sistemáticamente a niños para su recogida. Quizá por eso la incursión en moda de Gulnara parezca especialmente sangrante. En 2005, según un informe diplomático publicado años después por WikiLeaks, se la describía como una “explotadora” y “la persona más odiada del país”. En 2011 fue expulsada de la Semana de la Moda de Nueva York después de que varias organizaciones de derechos humanos la acusaran de emplear mano de obra infantil. A ese varapalo en su imagen hay que sumarle otro económico: en 2010, la empresa Zeromax cerró entre acusaciones de que no era más que una tapadera para que Gulnara controlara el dinero que entraba en Uzbekistán.
Quizá hubiera sido lógico que se alejara del público después de todo aquello. Pero hizo todo lo contrario: Gulnara ha ido subiendo el tono crítico de sus tuits hasta que alguien la mandó callar. Si la transición de chica pop a disidente tenía potencial para darle algún punto internacional, ha fracasado. Sentencia Schatz: “Ahora no es más que una carga”.
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