El bus de los hijos de Madiba
Cada día un ejército de autobuses y furgonetas traen y llevan a miles de trabajadores desde sus barrios populares hasta los suburbios más ricos de Johannesburgo. Es el transporte de los negros y poquísimos blancos se atreven o simplemente tienen necesidad de subirse a uno de esos vehículos con fama de conducción temeraria. Los clientes son los ciudadanos que hace 20 años, con el apartheid a toda marcha, no tenían reconocidos derechos políticos y malvivían casi tan mal como hoy en día. Hasta que llegó Nelson Mandela, el padre de la Sudáfrica democrática e igualitaria, aunque aún quede lejos la igualdad económica y social.
Carteles y mensajes frente a la casa de Nelson Mandela. Fotografía de Kim Ludbrook/EFE.
Estos hijos de Mandela ya se han resignado a lo que parece, ahora sí, el adiós definitivo a un líder carismático que fue el primer presidente negro de un país donde los negros representan el 80% de la población. En el interior de una de esas furgonetas que une el barrio de Rosebank con el distrito financiero de Johannesburgo se oyen pocas conversaciones. Pero la pregunta de “¿cómo se sienten con el empeoramiento de la salud de Madiba?” desata comentarios. Coinciden en que hay que “dejarlo ir” porque ya “es demasiado viejo” y no tiene sentido mantenerlo “entre tubos”. Se anima un joven y critica que el Congreso Nacional Africano, el partido gubernamental, y el presidente, Jacob Zuma, se están pasando y juegan con los sentimientos de la población al mantener hasta hace poco un mensaje de que había esperanza para Mandela.
La noticia de su empeoramiento ha dejado en minoría a los que aún consideran que hay que mantenerlo a toda costa. Ahora, los sudafricanos son partidarios de ponerle fin a su agonía, por todo lo que Mandela sacrificó y dio a esta sociedad.
Manniah Maine está en uno de los asientos de atrás. Son las 12 del mediodía y acaba de terminar su trabajo de limpieza en una casa de Rosebank y se dirige hacia su township, el gueto del sur en el que vive. Empieza hablando en voz baja pero se anima para reclamar a los Mandela que “ayuden” al viejo presidente a irse. ¿Cómo? “Creo que tiene demasiada gente a su alrededor y si le dejaran un poco de espacio su alma podría irse tranquilamente”, responde.
Presta atención a lo que dicen sus compañeros de viaje, que continúan el debate sobre la salud de Madiba. Maine hace una pequeña mueca cuando oye a un joven preguntarse “¿qué pasará cuando se muera? ¿Nos van a dar un día de fiesta?”, mientras arranca la carcajada general.
Esta trabajadora doméstica tiene 53 años y se deshace en elogios con Mandela. “Gracias a él tengo ciudadanía sudafricana y mis hijos tienen una vida mejor que la mía a su edad”. Ahora bien, una vez baja del vehículo, se atreve a quejarse de que Mandela diera “demasiado a los blancos y permitiera a las empresas extranjeras llevarse el dinero”.
En la plaza de Gandhi, Maine se despide y sube a otro autobús que la llevará a casa. Antes de despedirse se queja de que anda “con miedo” por el centro y que explica que el día antes vio hasta “ocho robos”. Por suerte, dice, a ella nunca le han tocado los ladrones.
Gandhi es una plaza rectangular grande, al lado de edificios que albergan los principales diarios sudafricanos, tocando a grandes oficinas y bancos. En el medio, un continuo de autobuses recoge a los pasajeros. En la parada del número 46 que lleva directo al suburbio de Rossettenville, una pequeña Portugal hasta que con el fin del apartheid y la segregación racial los negros se trasladaron a vivir allí, un grupo de mujeres negras y mulatas espera pacientemente. A su lado, una blanca, con la que se enfrentan cuando ésta asegura que “Mandela lleva cuatro días muerto”, porque lo ha escuchado en las televisiones extranjeras. Ni caso, dice y Elma Loun, de 28 años. “Esta blanca es del apartheid”.
La discusión no pasa de eso, de una discusión de cola de autobús y la blanca, que se sabe en minoría, se retira y se sienta en la marquesina. Loun admite sentirse triste por Mandela pero también apoya que su futuro “se deje en manos de Dios y no de las máquinas y de los médicos”.
No se acuerda del apartheid pero tiene claro que Mandela es su “presidente y su libertad”. Estel Campher es una mulata que asiente cada palabra de su amiga. Es la más enérgica del grupo y levanta el puño cada vez que pronuncia el nombre del viejo presidente. “Mandela nos dio la libertad, la democracia, después de él sólo hemos tenido mierda y corrupción”, afirma casi gritando de la emoción. “Ahora, no se merece estar como está en el hospital”.
Ajeno a todo, Jose Sousa, “portugués con demasiados años en Sudáfrica”, evita hablar de Mandela. “No estoy triste, no me importa”, afirma, aunque con una sonrisilla reconoce que “ha sido un hombre de bien”. Este no es el sentimiento común de los blancos, que agradecen a Madiba su apuesta por la reconciliación racial a todo precio, hasta el punto de que no cuestionó los desequilibrios sociales.
El Gobierno sudafricano, con el presidente, Jacob Zuma, a la cabeza se han empeñado siempre en mantener a Mandela fuera del centro mediático y han dado información a cuentagotas sobre su estado de salud. Hoy lunes, el presidente ha abandonado su tradicional optimismo y ha empezado a decir que hay que prepararse para lo peor porque Madiba “es un hombre viejo” y está “crítico”. El domingo, Zuma ha explicado a los periodistas, lo visitó en el hospital y lo vio “dormido” pero no ha querido confirmar los detalles que dio la cadena CBS de que a Mandela ya sólo le funciona la mitad de riñones e hígado y hace días que no abre los ojos.
En la calle, la gente parece estar mucho más preparada para lo inevitable de lo que el Ejecutivo pretende. En el centro de la plaza Gandhi hay una escultura del activista indio, que empezó curiosamente su filosofía de la no violencia durante su estancia en Johannesburgo. Debajo de la figura hay unos bancos donde acostumbran a sentarse los transeúntes cansados de la vorágine de la ciudad. Onje Mbatha aprovecha que el sol calienta esa zona para repasar sus apuntes en una tableta. Es universitario y nació un año después que Mandela fuera liberado por el régimen del apartheid, un domingo de febrero de 1990. “Es egoísta por nuestra parte querer que se quede pero es verdad que aún lo necesitamos”, ilustra este estudiante que asegura que si hay un funeral popular hará todo lo posible para despedirse de Madiba. Ya nadie se incomoda cuando se le plantea el futuro sin Mandela. Apenas unos meses antes, en su anterior ingreso hospitalario en abril, era fácil obtener un reproche. Sudáfrica se está haciendo a la idea de la cuenta atrás y se prepara para un triste adiós.
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