Quito, una friega con ortigas y una monja de clausura 2.0

Que el centro histórico de esta bella ciudad colonial vuelve a ser visitable y habitable después de años de desidia y abandono, en cambio, lo saben muy pocos y es la noticia más comentada estos tiempos en el país (junto con la suspensión de la feria taurina).
Vine a Quito por primera vez en 1996 y entonces el casco antiguo era territorio comanche: un gigantesco mercado al aire libre con las aceras y calles repletas de gente y de tenderetes y con los cielos cubiertos de lonas y cables. Gente que vivía, trabajaba, comía, dormía y hacía sus necesidades en este mismo lugar. A los edificios no les habían dado una mano de pintura desde el segundo viaje de Colón y te invadía una perenne sensación de inseguridad a cualquier hora del día. Los quiteños, directamente, no iban al centro. Ayer comí con Javier Ceballos, un joven emprendedor que ha montado una empresa de paseos escenificados por la ciudad (se llama Quito Eterno), y me confesaba que hasta los 18 años nunca vino al centro histórico de su propia ciudad. Como todos sus amigos.
Sin embargo, en estos dos días que llevo deambulando por Quito he podido comprobar la transformación. Gracias a una ingente labor de reordenación y limpieza llevada a cabo en los últimos años al centro histórico no lo reconoce hoy ni la madre que lo parió. El viejo Quito, una de las grandes joyas coloniales de América, vuelve a lucir con todo su esplendor. La avenida 24 de Mayo, antes epicentro del puterío y de los peristas que vendían objetos robados es hoy un agradable bulevar con vistas la volcán Pichincha donde las familias vienen a pasear. Y la Ronda, antiguo refugio de yonquis y de más putas, es ahora una de las calles coloniales más hermosas de la ciudad, llena de restaurantes, cafés y tiendas de artesanos.

Quito sigue siendo una ciudad con vida propia, donde sus habitantes originales llevan sus rutinas de siempre y donde se practican aún oficios tradicionales: sombrereros, zapateros, chawarmiski, tallistas de trompos de madera (¡sí, los niños juegan aquí aún con peonzas de madera!) o hierbateras.
A media mañana me decido a entrar en una hierbatera que me habían recomendado. La tiendas de hierbas son las parafarmacias en versión local: hacen pócimas y conjuros con plantas medicinales tan efectivas o más para los creyentes que una caja entera de Paracetamol 1 gr.
La dueña se llama Enma y como en realidad no me duele nada (solo quiero curiosear) se me ocurre decirle que la vida de periodista de viajes era muy dura y que estoy agotado:
“Levántese la camiseta”, me ordena (“¿me irá a auscultar?”, pensé yo).
Y sin pensárselo dos veces coge un manojo de ortigas y empieza a restregármelas por pecho y espalda
¡¡¡DIOSSSSSS! ¿señora, qué hace usted!!!? Acierto a gritar entre espasmos. ¡Qué picor!
Si cuando vas al monte en pantalón corto y te roza una ortiga juras en arameo, imaginad que no chillarías se te restriegan un manojo entero por todas partes, menos por tus partes (que sería el colmo).
Por resumir: ¡he visto las estrellas! (y parte de un agujero negro aún no catalogado por la ciencia entre Venus y Plutón)
¡Pero me ha quitado de repente el cansancio de 24 horas de vuelo, oye! Aunque solo fuera porque tenía todos mis sentidos puestos en rascarme, ya ni me acordaba de la fatiga. ¿Quién dijo que la medicina tradicional era un engaño?
Luego me ha dado otras friegas con un montón de pétalos de flor que tenía en un barreño… y la picazón se me ha pasado como por ensalmo.
Quito es también la ciudad de los conventos y las iglesias. Hay una treintena de templos y 13 conventos aún habitados por monjes y monjas. Un línea quebrada de campanarios, cúpulas y espadañas da carácter al horizonte urbano. Hoy he tenido también el privilegio de entrar a uno de monjas de clausura, el del Carmen bajo, donde las monjitas conservan una colección de belenes del siglo XVIII que ya quisieran mucho museos para si. La colección llevaba 300 años cerrada al público, igual que el resto del convento, pero el año pasado por Navidad se decidieron a permitir las visitas publicas al belén durante unos pocos días porque necesitaban recaudar dinero.
Como la experiencia fue bien, están acondicionando la colección para volver a repetir la experiencia este año. Y me han dejado pasar a mi solo para que viera los preparativos.
Me acompañaba una monjita encantadora, Lilia Inés de la Trinidad, más lista y vivaracha que un monaguillo. Me confesó que le encantaba la fotografía y me pidió el favor de que le fotografiara algunas imágenes de santos.
“¿Y cómo se las envío, Madre?”, le pregunté. ”¿Se las traigo al torno?
“No seas antiguo, chiquillo”, me dijo. “Mándamelas por e-mail”
¡Toma ya!. ¿Quién dice que las cosas no están cambiando en Quito: ¡hasta las monjas de clausura son 2.0!
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