Concha Velasco prepara su funeral
Con casi 73 años, se confiesa rencorosa y repasa con humor las veces que se ha arruinado La actriz trata de recuperar todo aquello que empeñó en el Monte de Piedad Mientras interpreta un espectáculo sobre su propia vida, prepara minuciosamente sus exequias
Lo tiene todo pensado. Lo primero es recuperarse de su última ruina –que la dejó sin su casa– y rescatar cuanto antes los oros que tiene empeñados en el Monte de Piedad, donde, al parecer, ahora “se han puesto muy pijos y piden certificados para todo”. Concha Velasco (Valladolid, 1939) frecuenta ese reino de la desesperación desde que Lola Flores le dio tres consejos fundamentales: “El bolso, en el suelo nunca. No dejes los zapatos delante de la cama. Y empeña en el Monte de Piedad: si te vas de vacaciones, porque ahí no roban, y si tienes necesidades, empeña, pero no vendas, no vendas nunca”. Y así lo ha hecho todas las veces que se ha arruinado en su dilatada carrera de artista: “Porque nos metíamos en producciones carísimas, como Hello Dolly, que no recuperábamos ni llenando, pero eran bonitos espectáculos, ¿eh?; y porque me lo he gastado todo malamente y un día vas y lo pierdes todo”, reconoce. “Le ha pasado a mucha gente”, añade. Esa última vez que se quedó sin blanca fue hace siete años. Pero ahora, recién jubilada –“que no retirada”–, pagando la hipoteca de su nuevo piso cada mes y ejerciendo de abuela un par de días a la semana, dice que ya ha sentado la cabeza. Y para este año se ha propuesto algo más: quiere dejar organizado (y pagado) su entierro. Concha Velasco quiere tener donde caerse muerta.
Sabe exactamente cómo quiere que sea su funeral. Lo tiene calculado: “Son 6.000 euros, hasta con las copitas de cava, ya lo he preguntado”. Si puede, quiere comprar hasta la caja para “no darle la lata” a sus dos hijos, Manuel y Paco. También quiere que la miren, mejor dicho, que la admiren cuando esté allí, de cuerpo presente. Que digan: “mira qué guapa ha quedado, qué buena era, cómo la queremos”. Para que no haya dudas, lo ha dejado todo escrito en su diario. Aunque, a diferencia de su madre –también Concha–, que escribía todos los días, Conchita solo lo hace cuando está “cabreada” (para “poner verde al mundo” que la rodea) o cuando está deprimida. Asegura que este mortal ejercicio de narcisismo, acompañado de “la masturbación” que supone su nuevo espectáculo musical, que acaba de estrenar en el madrileño teatro La Latina (Yo lo que yo quiero es bailar) y en el que el director Josep Maria Pou le deja contar su vida, es algo propio de “cualquier escritor, cantante, político o artista de fama que se precie”.
“Nos metimos en producciones carísimas, como 'Hello Dolly', que no recuperábamos ni llenando. Y también me lo he gastado todo malamente, y un día vas y lo pierdes todo”
Así que ella, que se debe a su público como Fedora, la protagonista de la película homónima de Billy Wilder, lleva tiempo diseñando su muerte, aunque sin cirujanos plásticos ni dobles. Y en lugar de irse a la isla de Corfú, se recluyó una temporada –mientras encontró otra casa tras el embargo de Hacienda– en el hotel Foxá de la M-30 de Madrid. Un verdadero museo de objetos gloriosos, donde transcurre esta entrevista siete años después de aquellas penurias compartidas, quién lo iba a decir, con otra mujer hundida y hospedada en el mismo hotel por aquel entonces: Rosa, Rosa de España, la ganadora de la primera edición de Operación Triunfo. Y ya sea porque ese lugar fue su último refugio o simplemente porque así se siente ahora, durante la conversación, la Velasco salda sus cuentas con la parca. La chica yeyé, con el garbo de quien está a punto de cumplir 73 años sobre el escenario el próximo mes de noviembre, y cuando, asegura, “ya no hay amor”, muestra su lado bueno, el izquierdo, y su lado malo, el derecho. Con y sin maquillaje, pero con todo el glamour de las grandes artistas, esas que han fingido tanto y tan bien en su vida que se asustarían si se encontraran consigo mismas cualquier mañana al levantarse.
Nada de incineraciones. Lo único que quemará, “en cuanto empiece a perder un poco la cabeza”, será ese diario, el libro de sus rencores, que, oído lo oído, no parecen pocos. Amortajada y todo, quiere llevarse con ella las mismas cosas con las que duerme todavía en esos días malos: “La foto de mi madre, el primer jersey que tejió cuando me quedé embarazada y el rosario de Santa Teresa”. Y algunas de las que lleva en ese bolso que parece el baúl de los recuerdos: “Las notas de selectividad de mi hijo Manuel, las estampas de los santos regaladas, el dibujo de los fracasos de mi hijo Maravilla Paco, un montón de fotos familiares, un autógrafo de Steven Spielberg, un poema de Miguel Hernández –Yo nací en una amarga luna, tengo la pena de una sola pena que vale más que toda la alegría…–”. Quiere que la entierren en el cementerio de la Almudena junto a sus padres, a los que va a ver a menudo y les pone hasta luces de Navidad “cuando toca”, ¡ay!, no, prefiere decir: “Cuando corresponde, que últimamente he quitado eso de ‘lo que toca’ de mi vocabulario porque lo dice mucho Rajoy”.
La felicidad, en el camerino
Es posible que en el vocabulario de Concha Velasco, ese que fue perfeccionando con su madre desde niña “jugando a hablar bien”, la palabra “felicidad” sea sinónimo de la de “camerino”. Unos más grandes y otros más pequeños, pero todos vestidos a su medida: “Me llevo hasta la mesa camilla”, confiesa. Es el lugar de la intimidad de la artista, el sitio donde los miedos, los nervios y las inseguridades no escapan a los espejos. Y sí, algunos hay: “Madrid siempre impone”, dice. Pero no lo suficiente para que Concha acepte quitarse el maquillaje, despatarrarse y fotografiarse para mostrarse tal y como está después de una función de más de una hora y media que sostiene ella sola, “con las mismas medias descanso que se pone Beyoncé y con una camisa blanca”, a pelo. Después de años customizando a su modo esas estancias traseras de los teatros, habiendo hecho allí los deberes con sus hijos, celebrado con cava alegrías y amores y con lágrimas penas y traiciones, solo echa de menos una cosa: la compañía de su madre.
Su exmarido, el fallecido productor teatral Paco Marsó, con el que compartió vida, hijos (propios y ajenos) y profesión durante 30 años, “está, por desgracia, unas cuantas tumbas más allá”. Lo último que quiso de él fue el divorcio. Concha no lo oculta: “Soy rencorosa, muy rencorosa”. La vida la ha hecho así: “Mi Dios lo perdona todo, pero yo no soy Dios”.
Con esa espléndida sonrisa resuelta –“y siempre pintada de rojo”– ha conquistado todo lo que ha podido, no le importa decirlo: “La lealtad es mucho más importante que la infidelidad. Las infidelidades no se deben contar nunca, nunca jamás, hay que decir que no hasta el final. Y no hay que leer el Kamasutra, y si lo lees, haz que no lo has leído; ya sabemos que en el amor está todo inventado, pero tienes que dar la sensación de que te lo inventas tú”.
Pero tras esa misma sonrisa hay resentimientos nítidos, impresos en una memoria de película, fotograma a fotograma, día a día (“el día que dejé de ser niña”, “el día que perdí la ternura: fue en Canarias, a la salida de un teatro”…), y que se remontan a su infancia: “Mamá, sé que los Reyes son los padres”, y entonces ella le respondió: “No sabes qué peso me quitas de encima, a partir de ahora no vendrán más”. Tenía siete años y desde los cuatro bailaba y cantaba Francisco alegre y olé sobre las mesas de casa y las del casino militar de Valladolid, adonde la llevaba su padre, siempre esperando a que le “tiraran perras”. Lo siguiente fue ponerle “un saco de legionario” a la espalda –que asegura no haberse quitado hasta hoy– para escalar hacia el éxito, para vivir la vida que su adorada madre no había podido vivir, y tirar así de la familia desde Larache (Marruecos), donde su padre, Pío, había pedido destino, hasta Madrid. Chiti, como la conocen en su casa, se convirtió en la excusa para huir del moro (“y de las moritas”) y en la gran apuesta familiar.
Ha calculado el precio de su velatorio: “Son 6.000 euros, hasta con el cava, ya lo he preguntado”. Quiere comprar hasta la caja, para “no darle la lata” a sus hijos
“Serás bailarina”, resolvió su madre cuando contaba diez años sin que a ella le diera tiempo a decir aquello de “mamá, quiero ser artista”. Esa fue la idea en la que invirtieron todos –para pagar clases en las mejores escuelas, para comprar zapatos, zapatillas y maillots– hasta que se truncó: “Yo hablo de todo menos de eso y de otra cosa”, corta. Algo ocurrió.
Lucrecia Velvar, su nombre de bailarina –Velvar, de Velasco, por su padre, y de Varona, por su madre, y lo de Lucrecia, “por una tía artista”–, nunca llegó a Londres con aquella prestigiosa beca. Al poco tiempo de dejar de hacer los fouettes dobles, actuaba en los teatros, hacía películas comerciales (Las chicas de la Cruz Roja, El día de los enamorados…) y fue madre soltera. Cambió el baile por la interpretación: “Tienes que trabajar, tienes que trabajar”, recuerda que le repetían. Estudió francés e inglés: “Todas las madres son un poco torturadoras cuando quieren que sus hijos sean artistas. A mí, la mía me tenía estudiando idiomas, haciendo dos funciones de teatro, una película… Y aun así tenía novios”, cuenta, cuando todavía hoy trata de librarse de la inercia de la disciplina y de la fama de sargento que se fraguó en todos esos años. Encontró ocasiones suficientes para “ponerle los cuernos” a su madre y finalmente se casó con uno, “estupendo y guapísimo”, Marsó, que le decía: “Tú puedes, tú puedes”. Y que, a golpe de negocios ruinosos compartidos e infidelidades escandalosas, la trajo “por la calle de la amargura” y la obligó a superarse a sí misma: “Sin drogarme y sin emborracharme”. Sin embargo, fue él también quien le dejó firmado un preciado, aunque “humillante”, contrato antipérdidas llamado Indasec, la marca de compresas que ha publicitado desde hace siete años y que la ha mantenido a flote económicamente: “Indasec hasta la muerte”.
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