Cuando volváis de las calles
Para ser eficaces en política, los jóvenes deben dejar la épica de la plaza y luchar en las instituciones
El 31 de diciembre de 1967 se fundó, en un piso de Nueva York, el Partido Internacional de la Juventud. Sus creadores, hartos del conformismo de los adultos, querían revolucionar la sociedad y dar pie a lo que llamaron una Nueva Nación: “Queremos que todo el mundo controle su propia vida y cuide de los demás (...). No podemos tolerar actitudes, instituciones y maquinarias cuyo fin es la destrucción de la vida, la acumulación de beneficios”. Pese a tan altos fines, los yippies —así se conocía a los miembros del supuesto partido, que en realidad no era más que una parodia contracultural— solo consiguieron gastar buenas bromas: nombrar a un cerdo como su candidato presidencial, asegurar que habían contaminado con LSD el agua potable de Chicago u organizar unos Juegos Olímpicos alternativos. Lo cierto es que no acababan de comprender cómo funcionaba la política. Por eso mismo, su único legado fue mediático, no político: la protesta como espectáculo destinado más a salir por televisión que a modificar el funcionamiento de las instituciones.
Sin embargo, los yippies tenían razón en una cosa: los políticos no tenían ningún interés en escuchar a los jóvenes como ellos. Lo cierto es que no tenían ningún incentivo para hacerlo: ¿por qué iba un político a escuchar a un joven que no creía en el sistema, que, por tanto, no votaba, y que, por si eso fuera poco, era visto con recelo por la mayor parte de la sociedad? Algo parecido debió pensar, en mayo de 1968, Charles de Gaulle: ¿para qué demonios debía prestar atención a esos jóvenes parisienses que pintarrajeaban eslóganes cursis —que él erróneamente tomó por comunistas— y decían cosas raras sobre el sexo, el poder y la universidad? A fin de cuentas, como demostró después al votar masivamente a la derecha, la gente normal estaba con el orden. Hasta los sindicalistas franceses, que en esa época andaban reivindicando mejoras laborales, consideraban a esos niños ebrios de filosofía revolucionaria unos simples fils à papa.
Las cosas han cambiado mucho desde entonces. Para empezar, la economía está hoy peor que en esos días, pero la revolución es aún más improbable. Pero además, aunque sin duda muchos jóvenes que hoy salen a manifestarse y a debatir en asambleas siguen creyendo en la posibilidad de un mundo radicalmente distinto, la mayoría de ellos parecen más preocupados por su futuro laboral, como los obreros parisienses de entonces, que por la verdadera revolución. Tienen razones para ello, y aunque sus tácticas muchas veces copien las de esos viejos antecesores contraculturales, que tan ineficaces demostraron ser, sus reivindicaciones son clásicas: empleo, buen sueldo y posibilidad de tener propiedades. ¿Tampoco esta vez van a escucharles los políticos?
Lo cierto es que no lo parece. Aunque la mitad de los jóvenes españoles que no estudian están desempleados y la universidad es un eterno y mediocre atasco, solucionar ambas cosas no es una prioridad política. Y la razón es ahora la misma que entonces: por desgracia, los jóvenes son irrelevantes en la política oficial. Ocupan las calles (y los medios) con carteles, pero votan poco. Desprecian la política institucional tal como es, pero no parecen tener el menor interés en meterse en ella y reformarla. Partidos y sindicatos se llenan la boca con su amor a los jóvenes, su esperanza en la juventud y su temor a desperdiciar la generación de muchachos y muchachas —dice su retórica— “mejor preparada de la historia española”. Pero seamos francos: los jóvenes no son clientela de los partidos, porque ni se afilian ni participan masivamente en las elecciones, ni de los sindicatos, porque no están mayoritariamente en las fábricas ni en la función pública, que es donde reside el poder sindical. De modo que, piensan estas grandes maquinarias de poder, ¿para qué perder el tiempo con esos outsiders?
Esto, naturalmente, es una muestra de cinismo. Pero hay que empezar a asumir que las instituciones de esta naturaleza —no solo partidos y sindicatos, también, en mayor o menor medida, la Iglesia, los colegios profesionales, la patronal y todas las demás— están pensadas para defender a quienes están dentro de ellas, no a quienes están fuera. Eso es particularmente peligroso en un momento como el actual, pero, a menos que a las élites de esas organizaciones les entre un repentino e improbable ataque de generosidad, va a seguir siendo así para siempre. La retórica del bien común y hasta del patriotismo es sin duda agradable, pero la triste realidad es que, en este y en todos los países, los clubes solo pelean por sus miembros. Y si eso es así, ¿qué deben hacer los jóvenes para defender sus aspiraciones?
Si se organizaran, los políticos y el resto de la sociedad se verían obligados a escucharles
Hace poco, un columnista de The Washington Post contaba que a mediados de los años noventa acudió a un senador para preguntarle por qué él y sus colegas no hacían nada por la juventud. “\[El senador\] me dijo que nada cambiaría hasta que alguien como yo se presentara en su oficina y dijera: ‘Soy de la Asociación de Jóvenes Estadounidenses. Somos 30 millones de miembros y estamos vigilando de cerca lo que haces. Como perjudiques nuestros intereses, te echamos”. “El senador tenía razón”, terminaba diciendo el columnista, y sí, la tenía. Los votos —más que los principios, la ideología o ese hoy tan trillado “sentido común”— son el único lenguaje que en última instancia comprenden los políticos. ¿Quiere decir eso que necesitamos una Asociación de Jóvenes Españoles conformada por todos los menores de 25 años, o de 30, o de cualquier edad en la que decidamos establecer el límite de la juventud? Probablemente no, pero sí que los jóvenes entiendan de una vez que, si quieren ser efectivos políticamente, tienen que arremangarse y dejar la épica de la plaza para abrazar el tedio de las instituciones.
El auge del movimiento #Yosoy132 en México, de Occupy en Estados Unidos o del 15-M en España —los movimientos en Oriente Próximo son otra cosa, desgraciadamente más trágica— ha hecho pensar a los jóvenes que en todas partes, solidariamente unidos en una oleada justa, están cambiando el mundo. Pero no es así, al menos por el momento. Su influencia en la política real —en los procesos electorales y en la redacción de leyes— ha sido pequeña o nula. Repetir las estrategias provocadoras de los yippies, los eslóganes epatantes de los soixante-huitards o las acampadas y las manifestaciones teatrales del movimiento antiglobalización les ha dado repercusión mediática, pero no influencia seria. En España, con una terrible situación económica y una enorme confusión política, los jóvenes desempleados, con contratos basura o varados en malas universidades pueden pensar que tienen la solidaridad de buena parte de la sociedad, del PSOE y de los sindicatos. Sin duda, la tienen. Pero muy probablemente, dentro de un tiempo se darán cuenta de que los funcionarios están básicamente preocupados por los funcionarios, los trabajadores industriales por los trabajadores industriales, los taxistas por los taxistas, los políticos por los políticos, los sindicalistas por los sindicalistas, y así sucesivamente. Mientras tanto, irán pagando con sus impuestos —si es que tienen la suerte de disponer de ingresos que les obliguen a ello— los derechos adquiridos de otros grupos que sí han sabido organizarse para mantener su estatus. Solo los jóvenes pueden defenderse a sí mismos: nadie más lo hará. Son jóvenes, pero son adultos. Las asambleas están bien, pero las instituciones son más efectivas. ¿Qué les parecería formar un lobby? Son unos cuantos millones. Si se organizaran bien, seguro que los políticos y el resto de la sociedad se verían obligados a escucharles.
Ramón González Férriz es editor de la revista Letras Libres. Su último libro publicado es La revolución divertida (Debate).
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