Misteriosos laberintos
Los laberintos han atrapado durante milenios la imaginación. / Stock-Xchng
Enigmáticos símbolos en los muros de las catedrales, planos para guiar a los muertos en su viaje al inframundo, pasatiempos vegetales de aristócratas holgazanes, dédalos infantiles como el de Alicia en Disneyland París, o formados con espejos, como el de la colina Petrin de Praga o el que Orson Welles concibió para matar a Rita Hayworth en La dama de Shanghai...
Minotauro, de Pablo Picasso
Siguiendo el hilo de Ariadna
Atendiendo al tipo de recorrido, hay dos tipos de laberintos: los clásicos, o unicursales, con una única vía sin encrucijadas que es necesario recorrer en su totalidad para llegar al centro, y los mazes o perdederos, con múltiples caminos alternativos que pueden conducir al exterior o a un callejón sin salida.
Fotograma de El laberinto del Fauno (2006), de Guillermo del Toro.
A la primera categoría pertenecen la mayoría de laberintos que decoran los templos medievales, como los de las catedrales francesas de Chartres, Poitiers y Amiens. Un diseño a base de círculos concéntricos a partir de dos ejes en forma de cruz conocido en Italia como Nudo de Salomón. Formas similares aparecen en petroglifos prehistóricos como el de Mogor (Pontevedra), en algunas monedas griegas y romanas del periodo clásico encontradas en Creta, y en los turf mazes (laberintos de hierba) ingleses, como el de Alkborough, uno de los más antiguos de Inglaterra, de 13 metros de diámetro, o el de Hilton, cerca de la ciudad de Cambridge.
Laberinto de la catedral de Chartres, en Francia. / Wikimedia
Arte de podadores
Con el desarrollo del ars topiaria, el arte de podar las plantas, y favorecidos por el gusto por todo lo que olía a mitología, los jardines de setos se propagaron por Europa durante el Renacimiento. Una moda que pervivió en los siguientes tres siglos, que tomaron como modelo los de jardines italianos como Villa d'Este, en Tívoli; Boboli, en Florencia; el palacio Giusti, en Verona; Barbarigo de Valsanzibio, cerca de Padua, o Bomarzo, en el Lacio. Son lo que Umberto Eco llama laberintos manieristas: una estructura de árbol, con muchas ramas muertas que no llevan a ninguna parte y una sola que conduce a la solución.
El laberinto vegetal más antiguo documentado en España es el que mandó levantar Carlos V en el Real Alcázar de Sevilla (sustituido en 1910 por el actual), aunque el esplendor de los dédalos llegó en el siglo XVIII de la mano de los Borbones: uno de los más logrados está en los jardines de La Granja (Segovia). Concebido para el juego galante, fue diseñado en 1713 por Dezallier D'Argenville a base de setos de haya y carpe que dibujan una espiral central flanqueada por dos grupos de calles que doblan en ángulos rectos. A este tipo corresponde también el laberinto de Horta, en Barcelona.
Laberinto de Horta, en Barcelona. /El País/ Marcel-Li Sàenz
Los otros laberintos
También cabría hacer una referencia, por su rareza, al bhulbhulayah (laberinto) del Bara Imambara, un palacio construido por el gobernador de Lucknoww (Utar Pradesh, India) en 1784. En él, 489 corredores idénticos situados a diferentes alturas conforman un complejo laberinto tridimensional. Imprescindible ir con un guía para no perderse.
Corredores del bhulbhulayah del Bara Imambara en Lucknoww (India). / Wikimedia
Menos tangibles, también existen laberintos matemáticos, como el teorema de Fermat y el fractal de Mandelbrot. O la sucesión de Fibonacci (1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21...), que guarda el secreto de la forma de las caracolas, la belleza de las Madonnas de Leonardo y las proporciones del Partenón.
Fractal de Mandelbrot. / Wikimedia
Formas fractales en el Romanesco, una variedad de coliflor. / Wikimedia
También los hay genéticos: la doble hélice de ADN (ácido desoxirribonucleico), que determina el desarrollo y funcionamiento de todos los organismos vivos de la Tierra. O musicales, como el Pequeño laberinto armónico de Bach, influido por el del jardín de la corte de Anhalt-Köthen, a cuyo servicio estuvo el compositor antes de trasladarse a Leipzig.
El viaje iniciático
Hasta el inocente juego de la Oca, con sus saltos de oca a oca y de puente a puente, su cárcel, su posada y casilla de la muerte, esconde un laberinto: el mapa en espiral de un viaje iniciático que algunos asocian al camino de Santiago. Como apunta el rumano Mircea Eliade a propósito de Ulises y su viaje de regreso a Ítaca, "al igual que en el laberinto, en toda peregrinación se corre el riesgo de perderse. Si se logra salir del laberinto, volver al hogar, se es ya un ser distinto".
Claro que también es posible perderse en una ciudad desconocida (o en la propia), en un hotel, en el aeropuerto o en el metro. Según Borges, "basta una dosis tímida de alcohol -o de distracción- para que cualquier edificio provisto de escaleras y corredores resulte un laberinto". Para Borges, el laberinto ideal es el psicológico, donde se produce el extravío por una falsa percepción de la realidad, o un lugar despejado (un desierto).
Dunas de Chegaga, al sur de Zagora, en Marruecos. / Isidoro Merino
Y vosotros, ¿dónde os habéis perdido?
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