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Reportaje:

España 'la nuit'

El asombro de los españoles ante el golpe del 23-F dio paso a la ingenuidad, el miedo y la esperanza

La tarde del 23 de febrero de 1981 en el cine Flumen de Valencia se proyectaba la película Z de Costa Gavras. De repente, mientras la cinta desovillaba el guión de Jorge Semprún sobre el golpe de los coroneles en Grecia, se encendieron las luces de la sala y, como si fuera una prolongación interactiva de la función, se dio lectura al bando de Jaime Milans del Bosch, inspirado en el del general Mola de 1936. Ninguno de los espectadores se esperó a recuperar el importe de las entradas, pese a que la empresa había informado que devolvía el dinero en las taquillas. Las principales vías de la ciudad se habían llenado de tanques y vehículos militares, y el Congreso de los Diputados en Madrid había sido tomado por dos compañías de la Guardia Civil. No sólo se había torcido el lunes sino que, por lo visto, España había descarrilado de nuevo, tocaba retreta y se sumergía en el lado oscuro. Enseguida la fisiología se puso a tono con los acontecimientos: la adrenalina produjo vasoconstricciones y vasodilataciones, incluso ambas cosas a la vez, y en los corazones de los ciudadanos más comprometidos las sístoles se solaparon con las diástoles. Cualquier demócrata tiene una muesca en el genoma desde entonces. Como si Ray Bradbury hubiese escrito el argumento de la noche, primero se escondieron libros en el congelador, luego llegaron las maletas y los cambios de domicilio, y, mientras algunos vecinos, a tenor del bando del capitán general de la III Región Militar, solicitaban salvoconductos en algunas comisarías de Valencia ante la estupefacción de unos agentes sin indicaciones al respecto, la perspectiva del regreso de Melitón Manzanas compactaba un terror muy genital.

Sin embargo, en Murcia el director de Radio Juventud, el periodista Adolfo Fernández Aguilar, daba vivas a la Constitución cada 15 minutos. Y no estaba borracho. El ahora diputado del PP estaba en una reunión programando un especial para el aniversario de la muerte de John Lennon cuando alguien apareció diciendo que "un torero acababa de entrar en el Congreso con una pistola pegando tiros". Luego recibió las órdenes de conectar con Radio Nacional y la gente fue desapareciendo de la emisora hasta quedar un mínimo equipo: el director, un jefe de programas y un redactor. Como le pareció que el bando de Milans hablaba de mantener el orden constitucional, en una iniciativa que en la distancia conceptúa como "temeraria", cogió el rábano por las hojas y cada vez que tenía que dar el indicativo de la emisora, decía: "Aquí Murcia. Radio Juventud. Viva la Constitución". La romería golpista se había atascado al sur de la III Región Militar sin llegar a Murcia, pero el miedo y el terror habían tomado la ciudad por completo. Fernández Aguilar siguió repitiendo el indicativo espoleado por la ingenuidad hasta que se produjo la aparición del Rey en televisión. Entonces lo amplió: "Aquí Murcia. Radio Juventud. Viva la Constitución. Viva el Rey". No era la suya la única actitud homérica en Murcia. Un senador socialista se quedó toda la noche en el Ayuntamiento y el militante comunista Sánchez Triguero, que moriría años después en un accidente de tráfico, no abandonó la Delegación del Gobierno hasta que se aclaró la situación.

Pero en Madrid el horno no estaba para bollos. Toda la energía se concentraba en la Carrera de San Jerónimo. Los subfusiles Star habían puesto a prueba la acústica del hemiciclo, el capitán Muñecas había enseñado la patita en la tribuna de oradores y la orina de algunos diputados ya corría escaños abajo. España se quedaba a oscuras y entre el Congreso, el Hotel Palace y la Zarzuela se establecía un triángulo tan incandescente como si estuviese enhebrado con filamentos de tungsteno. Mientras los generales José Luis Aramburu Topete y José Antonio Sáenz de Santamaría trataban de reconducir el jaleo, Marcelino Camacho y José María Zufiaur se reunían en la sede de Libertur, la agencia de viajes de UGT, para preparar acciones de resistencia. Otras capitanías, como Burgos, Zaragoza, Valladolid y Barcelona, no terminaban de dar el paso, aunque el capitán general de Sevilla, Pedro Merry Gordon, se entrenaba haciendo series estilo mariposa en una botella de ginebra. Y, como si se tratase de una metáfora infecciosa, en la mitológica Covadonga, un camarero del hotel Don Pelayo reemplazaba el uniforme hostelero por la camisa azul y el correaje de su centuria y se presentaba en el puesto de la Guardia Civil para lo que hiciera falta. Y en ese plan, el alcalde de la localidad manchega de Terrinches suprimía las libertades constitucionales por su cuenta y riesgo y ordenaba el cierre de los tres bares del pueblo. A esa altura de la noche, la ría de Vigo había engullido ya varios archivos comprometedores de demócratas gallegos.

En Valencia las cosas no estaban mejor. El profesor y escritor Vicent Alonso, que no tenía radio, ni teléfono, ni televisión en casa, se había pasado la tarde ensimismado en la orfebrería lírica hasta que decidió bajar a cenar al bar. Los empujones de la policía militar lo derribaron de la nube de inopia en la que flotaba. Luego pasó la noche sin información, asomándose al balcón en busca de indicios. Pero no había nada. Hasta los estorninos habían huido de la copa de los ficus de la Gran Vía del Marqués del Turia ante el crujido rupestre de los 40 carros de combate de la División Maestrazgo, en uno de los cuales iba el inofensivo dibujante de cómic Mique Beltrán con la cabeza llena de cleopatras y marcoantonios. La ausencia de estos pájaros, a la que sacó punta Manuel Vicent, era una lección del reino animal a la humanidad sobre qué era lo más conveniente en ese momento.

Los vecinos habían echado el cerrojo en sus casas y estaban con la oreja pegada al transistor, mientras Camilo Sesto se contoneaba en el programa '300 millones', que emitía TVE como si éste fuera un lunes cualquiera. Para lo otro ya estaba entonces la SER. Pero no todos se escondieron debajo de la mesa camilla. Desafiando el toque de queda, el anciano socialista Víctor Sales y el joven Josep Maria Felip cargaron los ficheros del PSOE en un 600 y por itinerarios alternativos los llevaron hasta una casita de pescadores de El Saler. De cualquier modo, la extrema derecha valenciana ya había elaborado una lista negra con 200 nombres de dirigentes y activistas democráticos con el objeto de "retenerlos en el campo de fútbol de Mestalla a la espera de recibir órdenes de Madrid". El método, según Javier Tusell, estaba inspirado directamente en el modelo que el general Augusto Pinochet había aplicado en Chile. La lista estuvo en las manos de Milans del Bosch y del gobernador militar Luis Caruana.

La noche, pese a la luna llena, se puso tan oscura que el lehendakari Carlos Garaikoetxea salió por piernas de Ajuria Enea. Luego despidió a los escoltas en un cruce de caminos, se refugió en la casa de los padres de su jefe de prensa en Legazpia a verlas venir, y desde una cabina se puso en contacto con la Zarzuela. El Rey, que estaba tratando de hacerse con las riendas de ese mulo desbocado y obsoleto, también tranquilizó a Jordi Pujol, quien acababa de sufrir un apagón en el Palau de la Generalitat que el entonces presidente del Parlament, Heribert Barrera, llegó a interpretar como la tarjeta de presentación del caballo de Pavía. Pero Milans y Antonio Tejero se estaban ahogando en la espuma de su propia testosterona ante la presión de la Junta de Jefes del Estado Mayor, y del sombrero de esa profunda noche saldría un conejo imposible: los republicanos aclamando al Rey. El experimento democrático había pasado la ITV ante la póstuma sacudida del franquismo y una manifestación masiva de españoles ahuyentaría ese hedor remoto de la Carrera de San Jerónimo. Muchos nostálgicos fosilizaron desde entonces, y los que no, como Tejero, están ahí 25 años después combatiendo contra unos molinos de viento que, sin embargo, mueven las turbinas de España.

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