Tren, mercados y tecnología
La oportunidad del tren radica en el keynesianismo con el que se intenta remediar el estancamiento global
Uno de los lugares más comunes de la política del siglo XX era aquel cliché, elaborado bajo la presión perentoria de infraestructuras al final de la Guerra Civil española, que rezaba “el ferrocarril vertebra la economía nacional”. Pues sí, el tren vertebra los territorios, pero hay que ir más allá para comprender su importancia en el momento actual. El ferrocarril tiene un valor ambiental (es menos contaminante que otros tipos de transporte aunque no hay que olvidar que la vertebración tiene como contrapartida que segmenta y encajona el territorio a través de vías que actúan como las alambradas de la colonización en el western) y otro, importante, comparativo, puesto que tiene más capacidad de viaje y traslado que el transporte por carretera. El AVE ha cambiado radicalmente la percepción del viaje para los ciudadanos; situar la mayor distancia radial desde el centro de España en una hora y media de trayecto es una hazaña. El problema es el coste de oportunidad y la rentabilidad de la inversión que, quizá, no se han evaluado correctamente.
Hay otra razón añadida para reclamar el resurgimiento del ferrocarril. La debilidad del crecimiento económico mundial reclama, como posible tratamiento para incentivar la economía real, la aplicación de inversiones en infraestructuras para conseguir aumentos significativos de empleo con cierta perspectiva de estabilidad y reactivar la demanda. Este argumento es válido para España, para Europa y para el conjunto de la economía global. La oportunidad del tren radica hoy en el keynesianismo con el que se intenta remediar el estancamiento global. No debe ser casualidad que los ferrocarriles estadounidenses vayan a invertir 8.700 millones de euros al año hasta 2022 para modernizar sus señales, o que en el agregado inversor europeo se registre la renovación de unas 10.000 locomotoras entre 2015 y 2022 o la apuesta de China, un país de crecimiento sostenido —aunque incierto, debido sus enigmáticas estadísticas—, para multiplicar su vía férrea y, en fin, el esfuerzo modesto de España, aunque relativamente importante, para invertir en 15 trenes de alta velocidad.
El tren es una apuesta inversora razonable; tiene una presencia elevada en el transporte y en los próximos años deberá aumentar. Ahora bien, sería un error dejarse llevar por el entusiasmo de la retórica de la modernidad asociada a la alta velocidad. Los proyectos de transporte no se deben entender como instrumentos de “modernización” a cualquier precio; exigen cálculos complejos de costes para determinar su rentabilidad económica y social. Como es sabido, varios tramos de los AVE actuales son deficitarios y ese déficit tampoco se compensa con lo que podría denominarse “utilidad social”. Y eso sucede porque las líneas fueron concebidas como proyectos para generar entusiasmo político y atraer votos. La racionalidad económica quedó como criterio de segundo orden.
Hay que tener cuidado con el entusiasmo al que arrastran algunos símbolos de la modernidad. El ferrocarril tiene valor como transporte de presente, sobre todo de mercancías; la retórica sobre el futuro suele ser el prólogo al despilfarro. En cuanto a la disputa sobre la liberalización, la disposición recomendable es la prudencia. Algo que no se dice con la suficiente frecuencia es que el tren, sea para acoger viajeros o para transportar productos, presenta todavía un amplio margen de innovación tecnológica. Además de la inversión en infraestructuras en la que insisten el FMI y la OCDE, hay una batalla soterrada por ganar la posición en la tecnología viaria dominante. La industria española tenía bazas importantes en este campo pero en los últimos años parece haber retrocedido. Resulta que las políticas de ajuste tienen intensos efectos colaterales y algunos pueden ser graves para mercados estratégicos y muy duraderos.
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