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Crónica:SILLÓN DE OREJAS
Crónica
Texto informativo con interpretación

¡Viva Las Vegas!

Manuel Rodríguez Rivero

Cuando me desperté, Esperanza Aguirre seguía allí, como el conspicuo dinosaurio monterrosano, desmintiendo aquello de que "nada en la vida es para siempre", que es el mantra de Rajoy cuando le preguntan si ya no habrá más subidas de impuestos. Sí: la presidenta, sobrina segunda de Gil de Biedma (nadie es perfecto), a la que supongo admiradora de Ayn Rand -la "pensadora" que inspira al sector "libertario" del Tea Party-, se me antoja eterna e inmutable, como el monasterio de El Escorial o como el aire de Madrid ("tan sutil que mata a un hombre y no apaga un candil"). Como si se tratara de una moderna caricatura de aquellos arbitristas de los siglos XVI y XVII que enviaban memoriales al Rey con proyectos disparatados que incrementarían la riqueza del país, la presidenta está ahora empeñada en conseguir que un importante grupo inversor levante en la Comunidad un clon de Las Vegas. No importa que las exigencias de Sheldon Adelson, el Tío Gilito (o Tío Rico MacPato, como lo conocen mis improbables lectores latinoamericanos) propietario del grupo, supongan la creación de una Patolandia independiente en el territorio de Madrid, una colonia con leyes y privilegios diferentes de los que rigen la vida del resto de los madrileños. Aguirre está convencida de que la excepción merece la pena: visualiza su delirio como una especie de gigantesca ciudad de ocio, consumo y negocios que nunca descansaría, propulsaría a la estratosfera la economía de la región y daría trabajo a millares de ciudadanos. Todo eso a cambio de algunos pequeños ajustes, incluyendo préstamos faraónicos, mano de obra dócil y semiesclava y el detalle sin importancia de una nueva ley de antiblanqueo de capitales (¿adivinan para qué?). Pues miren: no crean que no le veo el lado positivo al asunto. Imagínense el impulso que Adelsonlandia daría a la novela negra española. Con Las Vegas en el sur de Europa, el género ampliaría temas y motivos: legiones de zombis-ludópatas, mafias, gánsteres a porrillo, prostitutas, chaperos y camellos campando por sus respetos en una subciudad sin ley o, al menos, con otras leyes. Y encima, con las familias curioseando los fines de semana y los niños celebrando obesos cumpleaños en la hamburguesería de la eme dorada (I'm lovin'it), mientras los de la rama local del CSI meten sus escalpelos en el ojo de los cadáveres. Mientras llega ese momento tan renovador para la literatura, permítanme recomendarles dos novelas más o menos negras, pero muy distintas, que he venido leyendo en las últimas semanas. La primera, ya en librerías, es Nuestra señora de la luna (Alba), de José Luis Correa, un thriller canario sin machangadas inverosímiles y en el que, de nuevo, el detective Ricardo Blanco termina enderezando lo que estaba cambado. La otra, que llegará muy pronto a las mesas de novedades, es La pulsión de la muerte (Anagrama), de Jed Rubenfeld, al que los aficionados recordarán como autor de la estupenda La interpretación del asesinato (Anagrama, 2007), en la que hacían su debut el médico Stratham Younger y el policía Jimmy Littlemore. Esta vez la historia se inicia el 16 de septiembre de 1920, el día en que se produjo el mayor atentado terrorista (aún sin resolver) de la historia de Nueva York, cuando una potente bomba de relojería oculta en un carro de mercancías explotó frente a la banca Morgan, en Wall Street, causando centenares de muertos y heridos. A los dos protagonistas se les junta el estupendo personaje de Colette Rousseau, científica formada con la señora Curie, en cuyo pasado se esconde algún misterio. La intriga (con ramificaciones políticas en Washington) se desarrolla en la Nueva York que se adentra en sus años locos, con paréntesis viajeros en París y en Viena, donde vuelve a tener su cameo Sigmund Freud. Un consejo: no se les ocurra empezar a leerla hasta que estén seguros de no ser interrumpidos. No les imagino abandonando la lectura para poner la puta lavadora o llevar a los puñeteros niños a alguna actividad extraescolar. Y menos aún para escuchar a la dueña (ideológica) de Telemadrid produciendo alguna de sus visionarias patochadas.

Conquistador

Por fin nieva, al menos en zonas altas. Soñé que el monstruo de la nieve, melancólico y enjuto, caminaba a grandes zancadas sobre el blanco manto que cubría la tierra llevando en su mano un libro excepcional. No pude distinguir título ni autor, pero al día siguiente, cuando recibí el flamante ejemplar de la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (Biblioteca Castro; introducción de Juan Gil), comprendí que había tenido un sueño premonitorio. La crónica de Bernal Díaz del Castillo (1496-1584) es la más hermosa de todas las que suscitaron el "descubrimiento" y las primeras exploraciones del Nuevo Mundo, y todavía sorprende su enorme poder de sugestión, sobre todo si se tiene en cuenta que está contada por un bronco conquistador jubilado y de limitada formación cultural. Su obsesión por la "verdad" y por decirlo todo, frente a los silencios y las tergiversaciones de quienes no habían cruzado el Atlántico (López de Gomara), así como su voluntario antirretoricismo (una estrategia que Francisco Rico ha calificado de "astucia del candor") contribuyen a su sorprendente modernidad.

'Gauchedivine'

Lectura simultánea del minilibro de Alfabia Noches de Bocaccio, de Juan Marsé, y de El discreto encanto de la subversión (Laetoli), de Alberto Villamandos. El cuento de Marsé, publicado originalmente en 1987, constituye a la vez una nómina completa de los que merodearon por la gauche divine barcelonesa de los sesenta, y un simpático recordatorio (compuesto veinte años después) de las fobias y filias personales del autor. Los años han hecho su trabajo, y dudo que los lectores de menos de cuarenta sepan qué hicieron muchos de los nombrados. No es el mejor Marsé, claro, pero lo he releído con una sonrisa en los labios desde la primera a la última página. El libro de Villamandos, profesor de la Universidad de Missouri, estudia aquel, digamos, "movimiento", surgido entre los "niños bien" ávidos de modernidad y democracia de la burguesía patricia, creativa e intelectual barcelonesa de los sesenta. La gauche divine -el copyright del marbete pertenece a Joan de Sagarra- fue una pintada de colores chillones chafarrinada en el grisáceo muro de la cultura franquista, puro aliento joven (y de odiosos niños ricos) contra la fétida halitosis ambiental. Irritó y fascinó a partes iguales, y convirtió Barcelona por unos años en el lugar al que había que ir, aunque sea a tomarse una copa. Últimas tardes con Teresa (1966), la gran novela de Marsé, funciona como Ur-texto de aquella movida, explorada también oblicuamente por Vázquez Montalbán (Los alegres muchachos de Atzavara, 1987) y Félix de Azúa (Momentos decisivos, 2000). Villamandos, que nació cuando lo que cuenta era ya recuerdo, analiza e interpreta, incluso nos descubre aspectos en los que no habíamos reparado. Pero se nota que nunca se tomó un gin-fizz en la mesa contigua a la de aquellos "señoritos de mierda".

Ilustración de Max.
Ilustración de Max.

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