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La fuerza de las palabras

Al margen de los juegos de manipulación que tiran de ellas, que las tironean con intención de cambiarlas, las palabras tienen una vida apasionante. Una vida que retiene las huellas del pasado al tiempo que mira hacia el futuro, porque, aunque hay palabras como nube, cielo, agua, mar, amor, vida, muerte, noche, día o luna que parecen haberse mantenido inalterables a través de los siglos, lo normal es que de vez en cuando el léxico nos recuerde que las lenguas viven en un proceso de cambio que nunca acaba.

El patrimonio cultural de cualquier lengua tiene mucho que ver con las palabras y su capacidad evocadora. Evidentemente el léxico se va construyendo a lo largo de su historia con palabras que reflejan las influencias culturales del entorno, pero al mismo tiempo se va deshaciendo, porque hay palabras que los hablantes abandonan -a veces muy conscientemente- por creer que suenan anticuadas o que revelan un origen rural, y otras que poco a poco dejan de ser necesarias, y se olvidan. De esos procesos son responsables los cambios culturales que se llevan por delante las palabras que designan cosas que se van, mucho más en sociedades como la nuestra que han sufrido una pérdida acelerada de la cultura rural y de las palabras asociadas a las formas tradicionales de vivirla. Hoy, casi sin uso y sin su antiguo prestigio, algunas se refugian en el campo, pero muchas personas cultas ignoran hasta qué punto nos unen al pasado y a los clásicos.

Cíclicamente y empujados por estímulos variados, los hablantes necesitamos adoptar palabras nuevas y crear o copiar otras. No hace tanto tiempo modas rabiosas, que luego resultaron pasajeras, y adelantos técnicos modernísimos entonces nos trajeron palabras como guateque, cuchipanda, elepé, pickup, aeroplano, tomavistas o magnetófono, que hoy sirven para dar nombre a los recuerdos. Bastantes años antes la moda de lo gitano popularizó chipén, postín, fetén y gachí y, entre los nombres de las prendas de vestir, llegaron para quedarse algunos anglicismos, como jersey, mientras pullover fue languideciendo como ahora languidecen los galicismos petimetre, rendibú o patatús.

La experiencia humana está construida sobre palabras, pero solo algunas se perciben como propias, de casa, de la infancia, de la juventud, de amigos, y las hay que envejecen unidas al recuerdo de determinadas personas, a los afectos o a las circunstancias de una época. Por eso, con los años, los hablantes adquieren conciencia de que también por sus palabras ha pasado el tiempo, palabras con olor y sabor especialmente pegadas a la tierra de origen. Y una lengua como el español, que ha extendido sus palabras por el mundo y ha tomado muchas de las hablas y las lenguas cercanas, se presta como pocas a desentrañar este tipo de afectividad léxica, porque atesora palabras aragonesas como ababol "amapola", noroccidentales como apañar "coger fruta", manchegas como cucar "guiñar un ojo", etcétera; muchas refugiadas en América, como chinela, frazada, dulcería; en Andalucía, como alcaucil; en Canarias, como zorrocloco; palabras que van y que vienen, como los cantes, para realimentar entre sí las distintas variedades de español.

En los últimos años muchas obras especializadas, entre ellas muy buenos diccionarios, se esfuerzan en acercar el conocimiento del español a sus hablantes. Volver la vista sobre cómo las palabras han pasado por sus vidas les da la posibilidad de reflexionar sobre los cambios que su lengua ha experimentado en ese tiempo. También constatar que no todo son palabras moribundas y olvidadas o palabras nuevas, que las palabras tienen una capacidad insospechada de aumentar las posibilidades con las que nacieron. Sabemos que históricamente la relación entre palabra y cosa ha podido llegar a transformar en cotidiano algo que en origen era casi mágico, por eso, por ejemplo, en España llamamos grifos a las llaves de metal de las cañerías, por aquella antigua costumbre de hacerlas en forma de animal que echaba agua por la boca... Grifo, del griego el "animal fabuloso con forma de águila de medio cuerpo para arriba, y de león de medio cuerpo para abajo". Y no hay más que ver con qué naturalidad algunas palabras tradicionales -ratón, pantalla, navegar, colgar- han ampliado su significado para adaptarlo a las más recientes necesidades informáticas.

Aprovechar la inagotable curiosidad de los hablantes por la lengua a través de una historia de sus palabras, revivir el contexto en el que las aprendieron y conocer cuál es su situación actual, puede ayudar a ubicarlas y, en algún caso, incluso a recuperarlas, es una oportunidad de que conozcan mejor su lengua y su propia historia. Porque saber cómo son las palabras, de qué materia están hechas, cuál es su origen y dónde se conservan contribuye a devolverles prestigio, dignidad y un sitio al menos en la lengua pasiva de todos. Es cultura lingüística para hablantes curiosos.

Pilar García Mouton (Madrid, 1953) es profesora de investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, especialista en geolingüística y dialectología, directora de la Revista de Filología Española, y autora, junto con Álex Grijelmo, del libro Palabras moribundas (Taurus. Madrid, 2011. 292 páginas. 20 euros).

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