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Columna
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Calvino

Jean Couvin, el reformador protestante más conocido como Calvino, instauró en Ginebra una especie de república religiosa de estricta moral, en donde la fornicación y la blasfemia, los bailes y las obscenidades estuvieron estrictamente prohibidos. El calvinismo austero no era demasiado partidario de lo lúdico y festivo, como no lo era de las primacías papales en el colegio apostólico, ni tampoco de venerar plumas de arcángeles o relicarios con el prepucio del Rabí de Nazaret. Fue un radical luterano a quien no se le hubiese ocurrido jamás endeudar al muy noble cantón y República de Ginebra con un Palau de la Festa, como el que tenemos todavía en Castellón por pagar. Tampoco hubiese tolerado que la compañera sentimental del ex presidente de la Diputación castellonense, y presidente del partido en el cantón provincial, hiciese una carrera de meteorito en política hasta acceder a una vicepresidencia de esa diputación provincial, cuyos hilos maneja todavía su compañero sentimental. El gasto de una vicepresidencia innecesaria más le hubiese importado a Calvino, porque, al cabo, las cuestiones monetarias unidas a una ética en el trabajo también formaban parte de la ideología del reformador. En fin, en la bella ciudad junto al lago Leman, y durante el gobierno de Jean Couvin, resultaba algo más que difícil que la república se empobreciese o endeudase hasta extremos intolerables, gastando euros a manos llenas en la preparación de proyectos lúdicos, más que culturales, como el de la mal llamada Ciudad de las Lenguas. O en infraestructuras oníricas como aeropuertos sin aviones donde pastan inocentes conejos en praderas, hormigonadas con centenares de millones de euros, que todavía debemos. Un hormigón inútil cuando las pistas de Manises no están utilizadas al completo, y un hormigón que esperará paciente que lleguen millones de visitantes, a lo mejor calvinistas.

Y es que la memoria le evoca a uno el calvinismo, cuando adornan la ideología de Ángela Merkel con los epítetos de integrista y calvinista por no secundar las políticas económicas o aprobar las finanzas de algunos catoliquísimos territorios como el valenciano, devastado por deudas irresponsables e innecesarias. Quizás es que se quiere buscar un chivo expiatorio para nuestros pecados. Y quizás quieran encontrarlo en la hija de aquel pastor luterano que dejó las delicias de Occidente para predicar en el irrisorio, totalitario e insoportable paraíso comunista. Pero ni el pastor fue un integrista partidario de Calvino, ni la hija tampoco. Antes bien pertenecen a una iglesia evangélica y reformada, bañada por el Báltico, donde desde hace muchos lustros tienen la tolerancia como divisa. La intolerancia y el dogma son desde hace muchos decenios propiedad del organismo pontificio para la defensa de la fe, que tiene aroma romano. Que no se equivoquen ni confundan los voceros del PP o de cualquier otro partido: los responsables del desatino económico circulan entre nosotros, y son devotos de Frascuelo, el torero, y de Maria, la de los altares.

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