Doble reto territorial
Cuando muere el general Franco en 1975, la sociedad española sabía que únicamente podía avanzar en la dirección de construir un Estado democrático. España era el único país de la parte occidental del continente europeo que todavía no se había constituido democráticamente después del final de la segunda guerra mundial. Tras haberlo hecho Grecia y Portugal, era obvio que no había otra alternativa.
También sabía, aunque con distinto grado de certeza, que construir un Estado democrático suponía, en primer lugar, incorporarse a Europa, es decir, al proceso de integración de los distintos países occidentales europeos que se había iniciado en la década de los cincuenta con la construcción del conocido como Mercado Común. Y en segundo, suponía iniciar un proceso de descentralización política interna, ya que el Estado unitario y centralista no podía ser la forma de Estado de la democracia española.
La sociedad española tenía que enfrentarse casi simultáneamente a dos retos territoriales de enorme envergadura, uno externo y otro interno. Tenía que abrirse al exterior y aceptar cambios esenciales en lo que desde siglos se había considerado como elementos esenciales en la definición de la soberanía del Estado. Y tenía que mirarse a sí misma y aceptar que su constitución material no podía expresarse políticamente de la forma en que había venido haciéndose desde principio del siglo XVIII, pero sobre todo desde que se inició la construcción del Estado constitucional a principio del siglo XIX.
En hacer frente a estos dos retos es en lo que hemos gastado la mayor parte de nuestras energías en estos algo más de 35 años. Y hasta el momento lo habíamos hecho de una manera más que razonablemente satisfactoria. España se integró en las Comunidades Europeas en 1986 y participó muy activamente en el proceso de transformación de las Comunidades Europeas en la Unión Europea primero y en la integración del euro después. Dimos por supuesto que definitivamente habíamos adquirido el estatus de un país europeo democrático más y que nuestro futuro estaba despejado. Al mismo tiempo España se articuló internamente en 17 comunidades autónomas y dos ciudades autónomas, consolidando una estructura del Estado comparable a la de cualquiera de los estados federales conocidos en Europa. También parecía que ese problema endémico de cómo hacer compatible el poder del Estado con el derecho a la autonomía de los territorios que lo integran había quedado resuelto por tiempo indefinido.
Nada de esto está claro en este momento. La Unión Europea no tiene asegurada su existencia. Al menos no la tiene como la Unión que se pensó que sería en el momento de su constitución a través del Tratado de Maastricht. Siempre se pensó que el proceso de integración solo podía ir a más y que era, por tanto, irreversible. También hemos pensado a lo largo de todos estos años que el Estado autonómico era la única forma de Estado que tendríamos de ahora en adelante y que se avanzaría en la profundización del mismo sin que hubiera posibilidad de marcha atrás.
La crisis es de tal intensidad que está poniendo en cuestión el marco territorial de nuestra convivencia en las dos direcciones posibles, la europea y la autonómica. De nuevo nos encontramos ante los mismos retos territoriales con que tuvimos que enfrentarnos hace algo más de treinta y cinco años. La Europa y la España de hoy no son las mismas de las de hace más de 35 años y, en consecuencia, el problema no se plantea en los mismos términos que entonces. Pero se plantea con más urgencia y con más riesgos de aquellos con los que se planteó entonces. De ahí la angustia con que lo estamos viviendo.
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