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Reportaje:

"El cine tiene más de verdad que de belleza"

El CGAI da carta blanca al joven cineasta argentino Matías Piñeiro

Matías Piñeiro (Buenos Aires, 1982) acaba de llegar de Harvard, donde prepara su próximo proyecto con una beca del Film Study Center. El CGAI le ha dado carta blanca este mes: proyecta toda su filmografía, tres títulos suyos más el colectivo A propósito de Buenos Aires (2006), y un puñado de películas que él mismo ha escogido. Es su breve introducción al novísimo cine argentino: Gonzalo Castro, Alejo Moguillansky y Santiago Palavecino, entre sus contemporáneos, y el veterano Eduardo de Gregorio, guionista de Jacques Rivette. Piñeiro, inconfundible origen gallego, entra en la sala donde está a punto de verse su ópera prima y advierte al público: "No se asusten por las referencias a Sarmiento y Rosas. No piensen que se están perdiendo algo o que la película los toma por tontos. Es al contrario. Son los filmes convencionales los que lo hacen". El escritor Domingo Faustino Sarmiento y el dictador Juan Manuel de Rosas, personajes centrales en el XIX argentino, atraviesan los dos primeros largometrajes de Piñeiro, El hombre robado (2007) y Todos mienten (2009). Lo hacen, eso sí, compartiendo plano con un grupo de jóvenes "pequeñoburgueses" y sus insignificancias: sus flirteos, sus dudas, sus canciones y sus almuerzos en los tiempos muertos de un trabajo temporal en un museo. "No son películas sobre Sarmiento y Rosas", advierte otra vez. "Cualquier académico saldría espantado por su banalidad. Lo que me interesa es disolver la frontera entre la alta y la baja cultura. Sarmiento también me pertenece a mí, aunque sea un joven ya no tan joven en el Buenos Aires del siglo XXI".

"No hay que asustarse ante Shakespeare, sino todo lo contrario"

Las películas del argentino no explican sus referencias históricas y literarias. Tampoco por qué los personajes, interpretados siempre por el mismo grupo de actores, sobre todo actrices, se paseen por las escenas comiendo fruta o por qué saltan de boca en boca besándose como en una comedia de enredo, o "de puertas", como le llama él. Es su particular "teoría de las bombas", a falta de mejor apelativo. "No soporto ese cine infestado de metáforas", confiesa. "La metáfora no deja huecos, prefiero la metonimia. Uno siembra elementos de sentido en sus películas pero sin activarlos. Es el espectador quien lo hace, como si fuesen bombas y de repente explotasen todas".

Shakespeare, a quien adapta en el mediometraje Rosalinda (2011) y sobre el que sigue trabajando en Estados Unidos, es su tercera obsesión literaria. "Me interesa la simulación, el teatro, y el juego de la palabra. Me gustan las películas en las que los personajes hablan mucho, no son menos cinematográficas que las otras, en las que no se dice nada", arriesga. "No hay que asustarse ante Shakespeare, sino todo lo contrario. Es la museificación lo que lo mata y lo convierte en una cinta rancia de Zeffirelli; yo trato de devolverlo a la circulación, para que aparezca de nuevo su valor".

Su ópera prima no costó más de 5.000 euros. Forma parte de la enésima ola de una generación que hace cine a partir de un sistema paralelo al tradicional. En casa, la Fundación Universidade del Cine, el Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires (Bafici) y el Museo de Arte Latinoamericano (Malba). Fuera, una red de museos, centros de arte e instituciones académicas. "Hoy cualquiera puede hacer una película. Ya la juzgarán el tiempo y la crítica. Al fin y al cabo, el cine tiene mucho más que ver con la verdad que con la belleza".

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