Pensar con las manos
Mujer que camina, fechada en 1932, está aún lejos de las obras en las que Giacometti reta a la gravedad con la materia. Por eso conviene partir de ese trabajo. A primera vista seduce su modelado: hace pensar en una transferencia de la mano a la materia hasta convertirla en piel. Pero pronto se advierte algo más: el cuerpo vibra, la tersura de las superficies no se deriva de la posición sino que es efecto de músculos en suave tensión. La figura despierta una inquietud análoga a Bola suspendida, hecha un año antes (la muestra presenta la versión de 1965), cuya geometría suscita un movimiento que no llega a completarse.
Las dos obras sirven de hilo de Ariadna para que el espectador, antes que dejarse seducir por la fuerza expresiva de las últimas figuras de Giacometti, advierta que en sus manos hay un pensamiento que intenta liberar, sacar a la luz, la fuerza que reserva la materia. Se rastrea ya en sus obras iniciales: Cabeza de Ottilia (1925) tiene la prestancia de la escultura clásica pero sus rasgos acusan la turbación de un instante. Después, en 1934, Cabeza-cráneo es casi un icosaedro al que se han sustraído las caras necesarias para emular un grito.
Alberto Giacometti
Museo Picasso Málaga. Palacio de
Buenavista. San Agustín, 8. Málaga
Hasta el 5 de febrero de 2012
Estas obras conducen con mayor claridad a un espacio fuerte de la muestra, el dedicado al taller del artista. Hay allí un bajorrelieve, Vista del estudio (1936-1939), con trazas tan suaves que las figuras parecen sólo ondular la superficie del metal. Puede parecer opuesto a los dibujos del estudio: se antojan telas de araña que casi por azar esbozan las figuras.
Entre los dibujos intercala la muestra algunos de Picasso. Acertadamente porque, frente al reposado trazo y las pensadas manchas del titular del museo, aparece otra idea de dibujo, en la que el gesto se atreve a abrir espacios para ofrecer la aparición, aún incierta, de la figura. Las obras, en conjunto, renuevan la metáfora que hace del taller imagen del interior del artista, de su fantasía creadora. Quizá por eso el espacio centrado en el estudio culmina en una vibrante escultura, El perro (1951), que hemos visto surgir en los dibujos.
Desde ahí se apreciarán mejor las grandes piezas de la última etapa del escultor, cuando sus figuras se estilizan y crecen, agitando el espacio que las rodea. Su potencia es tal que pueden paralizar la reflexión. Dice Veronique Wiesinger, comisaria de la muestra, que Giacometti tenía en su biblioteca el libro de Heidegger, Holzwege, que incluye 'El origen de la obra de arte'. Estas esculturas le hacen justicia. El modelado no sustrae al metal su calidad de tierra. Al contrario, el metal conserva el retraimiento de la materia, su resistencia a salir del silencio. De ahí que las esculturas no sean en absoluto réplicas y sean coherentes sólo con ellas mismas. Pero esa misma calidad mineral las hace desplegar constelaciones de significados. Creciendo desde sus bases, fundidas con la propia figura, no disimulan su espesor de tierra pero es eso lo que las llena de sentido. Como señalara Novalis, "somos el ojo que este planeta eleva al cielo", pero en cuanto pertenecemos y somos naturaleza. Esta, creo, es la clave de la muestra y de la obra: el quehacer de un artista que piensa y siente desde la fuerza de la tierra o como diría Merlau-Ponty, de la carne. -
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