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Columna
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¡Llega el dolor!

Esta noche empieza la campaña electoral y, como dicen los budistas, el dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional. Las campañas electorales constituyen el triunfo de la más que discutible convención de que hay una serie de gente que sabe lo que hay que hacer y nosotros sabemos elegir, de entre ellos, a los que realmente harán lo que queremos que hagan. También conllevan una suspensión temporal del mundo tal y como lo conocemos, y la aparición de una realidad paralela en la que los candidatos frecuentan las plazas de abastos como si distinguiesen los xurelos de las xoubas y las redes sociales como si no pudiesen vivir sin abrir el Facebook al menos un par de veces al día. Estas son causas de dolor intelectual, pero no tendría por qué haber sufrimiento añadido si los medios de comunicación cumpliesen el deber de explicar lo que pasa y el contexto en el que pasa. Desgraciadamente, las campañas suponen un auténtico estado de excepción para la información.

La nueva ley de CRTVG es mucho mejor que la que había, pero dependerá de cómo se aplique

En una circunstancia, que solo se produce cada cuatro años, de proximidad obligada entre clase política y ciudadanía, los encargados de llevar a cabo esa intermediación, los periodistas, están más bien de atrezzo. Los candidatos están todo el día en la palestra, pero con discursos unidireccionales que no se pueden matizar con la herramienta profesional por excelencia: la pregunta. Informar en una campaña como la que ha diseñado Mariano Rajoy es tan interactivo como cubrir la procesión de La Borriquita. Para más inri, en los medios públicos el criterio de la información electoral no lo establecen los periodistas. Ni siquiera los jefes. Lo hace una junta electoral con conocimientos periodísticos a nivel de usuario, en el mejor de los casos, que impone repartir los bloques informativos con la misma minuciosidad conflictiva que las herencias en el rural, en función de los resultados de las anteriores elecciones. Más o menos igual que si la cobertura de la información futbolística se fijara escrupulosamente sobre la clasificación de la Liga pasada.

El sistema es más perverso de lo que parece, porque como el objetivo principal a la hora de elaborar una noticia es el ajuste estricto al tiempo estipulado, y no el interés de su contenido, los resultados tienden al videoclip -en las opciones mayoritarias; en las minoritarias, al haiku-. Para el caso de que el periodista haya salido despierto o poco afecto, los equipos de campaña tienen la enorme generosidad de facilitar las imágenes de los actos, donde nadie del público sale echando una cabezada o espuma por la boca y todo es arrobo ante la buena nueva que anuncia el candidato. Y por si en las jefaturas anida algún romántico que prefiere el esfuerzo de la visión propia a la de parte y gratuita, suelen pretender impedir el acceso a las cámaras. Con estos ingredientes se fabrican unas tortas que todos, público, periodistas y políticos, están de acuerdo en que son indigeribles. Advertía Ignacio Ramonet que "pretender informarse sin esfuerzo es una ilusión que tiene que ver con el mito publicitario más que con la movilización cívica. Informarse cansa". En estas circunstancias, además, aburre.

En Galicia, como las desgracias nunca vienen solas, estos días de transición de las escaramuzas electorales a la guerra declarada han sido el nada adecuado marco para la puesta en marcha de la reforma de CRTVG, aprobada ayer. Como a todo lo que aquí se hace, hay que aplicar el principio de que los que están a favor tienen toda la razón, sin quitársela a los que están en contra. La nueva ley, por ejemplo, es mucho mejor que la que había, pero dependerá de cómo se aplique, y la cultura democrática no se implementa en el DOG. Y los que han hecho el loable esfuerzo de consensuarla son los representantes de los mismos partidos, PP y PSOE, que aprobaron en Madrid una Ley de lo Audiovisual que no garantiza el carácter público de las televisiones autonómicas. También los trabajadores que luchan, con razón, por sus reivindicaciones laborales, invocan a la vez unos grandes principios que hasta ahora no parecían necesarios. Y unos y otros no se han molestado demasiado en explicar que CRTVG ha sido útil, sigue siendo imprescindible, y además, contra lo que se piensa, es eficaz y barata (36 euros al año le cuesta a cada ciudadano).

En general, un apasionante debate que llega tarde, porque lo que se va a discutir en los tiempos que se avecinan no es qué tipo de medios públicos queremos, sino si queremos medios públicos (de hecho, en ese ejercicio de neolengua que es el programa del PP, ya se adelanta que se pueden privatizar, o no). Claro, la defensa de lo profesional, de lo deontológico, no une ni moviliza, ni siquiera motiva. Pero renunciar a ello convertirá al periodismo en general en lo que Frank Zappa decía del periodismo musical en particular: gente que no sabe escribir entrevistando a gente que no sabe hablar para gente que no sabe leer.

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