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¿Solo escuchó Garzón?

El próximo 29 de noviembre, la Sala Segunda del Tribunal Supremo va a iniciar el juicio oral contra Baltasar Garzón por el llamado caso de las escuchas de Gürtel. Según el instructor, se acusa a Garzón de un delito continuado de prevaricación judicial y de otro delito de uso de artificios de escucha y grabación con violación de las garantías constitucionales. El fiscal entiende que no hay delito alguno e insta la absolución; las acusaciones particulares, por el contrario, solicitan la condena del juez de la Audiencia Nacional, por ahora suspendido de sus funciones.

Entiendo que, cuando menos, hay cuatro aspectos que resaltar en este proceso. En primer término, de los tres procesos a los que está sometido Garzón -el presente, el de la Memoria Histórica y el de los pagos derivados de su estancia en la Universidad de Nueva York-, el relativo al caso Gürtel es el último y, curiosamente, se verá el primero.

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En cambio, en el tema de las escuchas la cosa es más cuestionable. Vistas las resoluciones que han ido jalonando la instrucción, se destila un fuerte olor a delictuosidad, provisional, pero delictuosidad al fin y a la postre. En opinión de algunos exégetas de los arcanos de la justicia española, una eventual condena haría inútil proseguir con las otras causas, incómodas e insustanciales por varios motivos.

En segundo lugar, sin poder dejar de lado la deficiente regulación española, a estas alturas del siglo XXI, de la observación judicial de las (tele)comunicaciones, las previsiones de tal evento en la legislación penitenciaria superan con mucho la regulación ordinaria. Pero, sea como fuera, y con buen criterio, tanto el Tribunal Constitucional como el Supremo coinciden en aceptar una interpretación muy estricta de la normativa carcelaria que limita las intervenciones judiciales de las comunicaciones en prisión entre el interno y su letrado en caso de terrorismo. No es esa la pauta seguida por Garzón y, como veremos, por otros jueces.

Por entender tal proceder contrario a la legalidad vigente, la Sala Civil y Penal del TSJ de Madrid anuló en su día tales conversaciones y las expulsó del sumario. Algo que no es extraño y que el sistema legal de recursos resuelve: el instructor acuerda unas diligencias y los órganos superiores las anulan. Nadie lleva al instructor o al juez que ha visto revocada su resolución ante los tribunales de Justicia por prevaricación y delitos conexos. Algo ignoto, pues, hasta la fecha.

Pero, a fuer de consecuentes, si existiera tal delictuosidad habría que haber procesado igualmente al juez instructor del TSJ de Madrid que las convalidó, cuando por existir aforados tramitaba la causa, y procesar por cooperación a los miembros de la fiscalía que no solo apoyaron la legitimidad de tales intervenciones, sino que aportaron como antecedente idéntico comportamiento judicial en el caso de Marta del Castillo. Así las cosas, el procesamiento debería haberse extendido, aunque en causa aparte, al instructor sevillano, a la sección correspondiente de la Audiencia y a los fiscales que tal cosa apoyaron; finalmente, si tales actuaciones fueron resultado de peticiones de la Policía Judicial, deberían responder como inductores los funcionarios que las mismas hubieran firmado.

¿Va a ser ese ahora el régimen de las nulidades procesales por violación de derechos fundamentales? ¿También cuando, por ejemplo, el Tribunal Constitucional declare nulas, por incompatibles con la Magna Carta, resoluciones del Tribunal Supremo?

En tercer lugar, hay que recordar un elemento básico de la prevaricación judicial. Este delito requiere algo más que la contrariedad a Derecho de una resolución judicial: exige que sea incasable con él, que no se ajuste a los parámetros habituales de interpretación ni sea imposible aceptar la interpretación que proponga el dictamen cuestionado por ser, en una palabra, extravagante. Si ello es así, y creo que es así y así debe ser, quizás hubiera que revisar el concepto de extravagancia a la luz, por ejemplo, de la doctrina Parot o la de la intervención de la acusación popular, excluyéndola o admitiéndola, en el caso del Santander o en el del lehendakari Ibarretxe, respectivamente. El principio de igualdad, habrá que convenir, obligaría a ello.

Finalmente, pero no por ello menos significativo, ¿qué crisis institucional se desataría si, condenado Garzón por el Tribunal Supremo a la vista de los graves delitos que se le imputan, el Tribunal Constitucional o, en su caso, la Corte de Estrasburgo revocaran dicha condena?

Bien es cierto que los jueces no han de ponderar la juridicidad de sus decisiones por los efectos adversos extraprocesales que estas puedan tener. Casos de decisiones contracorriente y que han sacudido el entramado jurídico, económico, social o, incluso, político, no son, por fortuna, para nada infrecuentes. Pero el cálculo del riesgo de la revocación y de su coste jurídico sí está inserto en el ejercicio de la función judicial; es lo que los antiguos denominan prudencia, virtud esta que, junto con un dominio exquisito del Derecho, es lo que esperamos de los jueces.

Joan J. Queralt es catedrático de Derecho Penal en la Universidad de Barcelona.

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