_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Acordes

Los Premios Príncipe de Asturias de este año han quedado sepultados bajo la sombra del comunicado de ETA y el linchamiento de Gadafi. Uno y otro asunto precisan del periodismo más rabioso, el de verdad. Elementos tan potentes redescubren el valor de la prensa, ocupada como anda casi siempre en vanas epidermis. Noticias así le dan razón de existir, en contraste con la deriva habitual, como si a Nadal le tienes entretenido con una piruleta y le cae en las manos una verdadera raqueta.

Contaban de la tertulia de los viernes de los británicos Martin Amis, Hitchens y Salman Rushdie que practicaban una gimnasia del ingenio consistente en cambiar la palabra casa por calcetín y la palabra amor por rabo y reinventar con esa variante títulos de películas y novelas. Algo parecido se podría hacer con el comunicado de ETA. Si uno prueba a leerlo como si anunciara el cese de actividad de La Oreja de Van Gogh, apreciaría la confusión; por un lado renuncian a dar más actuaciones, pero por otro quieren llevarse el disco de oro.

Las lecturas van del desacuerdo a la vociferante caverna. Pero con prudencia y altura de miras, cerraremos como se merece este episodio, nosotros que tan mal cerramos los episodios de nuestra historia. El discurso del Príncipe en la gala de sus premios supo volar por encima del acostumbrado "es para mí motivo de honda satisfacción". Como el chaleco amarillo de Gebreselassie, necesitamos sacudir la previsibilidad de estos actos y nutrir con palabras necesarias el entendimiento colectivo.

La guinda de Leonard Cohen me trajo a la memoria a una amiga que lo detesta. Le recuerda siempre un novio ajado y tristón que tuvo, que no hacía más que escuchar sus canciones. Mi amiga, tan bella, no sabe que Cohen quizá resultaba un consuelo anticipado para ese viejo amante derrotado. Lo ha sido para muchos que comparten con él aquel verso mítico, "somos feos, pero tenemos la música", aquellos que se perdieron lejos en busca de la belleza. Cohen explicó un secreto hasta ese día guardado. Los seis acordes de su guitarra los aprendió de un español suicida. Por eso suenan siempre con esa melancolía sabia.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_