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Columna
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Violencia

Dos recientes noticias, ligadas a las palabras de mi buen amigo César Mallorquí, escritor de novelas juveniles, me han conducido a una reflexión que juzgo sin duda polémica, pero no por ello menos justa. Las noticias son estas: la desaparición y posible asesinato de los dos niños de Córdoba; la proclama, tanto por parte del partido en el Gobierno como de los miembros de la oposición, de que la protección a la mujer maltratada constituirá una política esencial de sus futuros programas de acción en caso de que lleguen a ganar las próximas elecciones. Y la reflexión: que ojalá la misma cantidad de esfuerzo, saliva y nervio que se invierte en atajar la violencia de género se empleara también, y antes, en salvaguardar a un colectivo mucho más desprotegido y vulnerable, el de quienes no tienen voz, ni, sobre todo, voto: los niños. Huelga señalar que se han producido enormes avances en lo que toca a la erradicación de la amenaza machista, así como en el amparo a las víctimas de un sistema ideológico basado en rancios prejuicios de valía y de sexo; pero, por desgracia, esa marea de preocupación no ha alcanzado todavía a las personas que no pueden pulsar teléfonos de emergencia, para las que no se instituyó ningún ministerio emblemático, que no pueden reclamar un servicio de escolta ni un juzgado creado ad hoc que vele por sus intereses. Uno consulta Google y se entera de inmediato de cuántas mujeres han muerto en lo que va de año a manos de sus parejas, cuántos atentados se han producido contra las madres o novias que han querido dejar de serlo, pero nada sabemos de cifras exactas sobre niños. Y no porque no existan: simplemente porque no son público electoral.

Hace menos de un mes una individua ahogaba a sus dos hijos en la bañera; no hace tanto, se descubría el cadáver de otra criatura abandonado en una hoya, después de que su tutora legal reconociera sin miramientos que lo había perdido en el campo; está lo de Córdoba, sí; y a ello hay que sumar los millares y millares de menores de edad que sufren en sus casas vejaciones y maltratos sin que esa tortura diaria, mucho más cruel por ser ejercida contra quienes no cuentan con medios para defenderse o hacerse oír, alcance el ámbito del dominio público. Decir que uno está saturado de informaciones sobre mujeres destripadas, acosadas o exhaustas peca de impopular porque, de inmediato y sin matices, uno pasa a engrosar la ominosa lista de esos que disculpan la agresión por motivos de sexo. Sin que ello sea cierto ni mucho menos: la presencia de la violencia machista en los medios es absolutamente desproporcionada en relación a otras clases de violencia aún más graves, como la que padecen los niños. Nadie se preocupa de dar cantidades exactas de damnificados, porque ni siquiera se conocen; no hay leyes estipuladas al efecto concreto de protegerlos, porque nadie sabe quiénes son; se habla de debilidad, de tiranía, de angustia y de desprotección, pero solo en parte. Si esto se señala a los políticos, ellos se encogen de hombros y alegan que su propósito es anular la violencia en el hogar, sin mayores precisiones, para volver a hablar de hormonas y de las lamentables consecuencias del patriarcado; más: si se señala a las feministas, declaran olímpicamente que ellas tienen otra lucha prioritaria que librar. Los motivos saltan a la vista de todos, con solo pensar un poco: los niños son un colectivo invisible, decorativo, por la simple razón de que no meten una papeleta en una urna cada cuatro años. Un ministerio o un juez que los ampare no son rentables en materia de votos. Y ni siquiera sé si harían falta: bastaría, ya he dicho, con dedicarles una mera parte de atención de la que se llevan otros grupos capaces de algo más que cubrirse antes de recibir el golpe fatal.

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