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Crítica:PURO TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Último 'round'

1 Los de Temporada Alta no podían haber encontrado un espacio más idóneo para El Box, lo nuevo de Ricardo Bartís: la sala de un centro deportivo, La Pineda, en Sant Gregori, en las afueras de Girona, que bien podría ser el apeadero de una línea de tren a punto de echar el cierre, entre Salta y Santiago del Estero. No hay bar, la máquina de café no funciona, hace frío y los espectadores nos apiñamos en el desangelado vestíbulo con aire de pasajeros en tránsito. Bartís y su banda llegaron con lo puesto y los organizadores tuvieron que buscar los elementos de utilería (las cuerdas del ring, los sacos de entrenar, los guantes) en un club boxístico de Figueres. A mitad de la velada se fue la luz (volvió luego, aclaro) y fue inevitable pensar que el apagón formaba parte del espectáculo, de este tremendo aguafuerte en el que nada funciona y todo se frustra. El Box es la segunda entrega de una trilogía que Bartís comenzó con La pesca (2010) y acabará con El fútbol. Decir que la reciente entrega de Bartís es una metáfora de la realidad argentina es una obviedad: todas las buenas funciones argentinas acaban siendo radiografías instantáneas (huesos fluorescentes, tumores revelados) del dolor cantado, de la violencia insoslayable, del desconcierto, de los mitos tóxicos, de la también ineludible vocación de supervivencia. Y, en definitiva, manifiestos de la alegría: la alegría de salvarse por la forma ceñida y riesgosa (lejos de esa "gimnasia sin peligro" de la que abomina su autor), por la entrega del equipo: enorme equipo, el Sportivo Teatral.

Los diálogos, como siempre en Bartís, beben del "grotesco argentino", y suenan verídicos y frescos

El Box dura setenta minutos y tiene la velocidad de pegada de Cuarteles de invierno, del gordo Soriano, o Jacob y el otro, de Onetti. Estamos en un ruinoso gimnasio de Rojas (Rojas, 174, casi esquina a Bacacay, donde vivió Gombrowicz, que a buen seguro aplaudiría esta fábula), y la boxeadora María Amelia Leguizamón, en arte La Piñata, cuelga gallardetes y monologa y se impacienta mientras espera a los invitados de su fiesta de aniversario. María Amelia es la estremecedora Mirta Bogadasarian, que sabe ser tan terrorífica como Kathy Bates en Misery y tan patética como Annie Girardot en La dona scimmia. En la pared hay un cartel que conmemora la imposible victoria de Ringo Bonavena frente a Cassius Clay (ya Muhammad Alí) en el Luna Park, el 7 de diciembre de 1970, una imagen de cuando entonces: "¡Antes, antes, antes! Estamos abonados a esa palabrita". En un rincón prepara el gran discurso el rengo Aníbal (Pablo Caramelo), su marido y "relator", término más poderoso que speaker: desde el comienzo fue su poeta épico, el cantor de su gesta, bajo la que tiembla un melodrama que ni Ripstein: el padre policía que hizo pelear a María Amelia disfrazada de hombre hasta que su primera regla ("¡Sangra por arriba y por abajo!", rugía la alegre muchachada) reveló el engaño; la violación en el Boxing Temperley Club a cargo de su corrupto mánager, el doctor Otamendi (Matías Scarvaci), tan siniestro como su colega Valerga de El sueño de los héroes; la corta serie de brutales peleas que le valieron el apodo: Piñata por su capacidad de dar piñas y de soportar los peores golpes por debajo del cinturón. La única mujer de su vida fue su madre, que la obsesionó con la crucifixión y mató a tiros a su padre, harta de que la moliera a palos. Formada en el dolor y para el dolor, la Piñata ha hecho del sufrimiento su épica y su nostalgia de intensidad: fascismo de barrio bajo, el que siempre pega y siempre pierde. Van llegando los escasos invitados: el Tato Gauna, entrenador sonado, que Adrián Fondari interpreta sin un solo cliché (gran imagen del texto: su cerebro "como un bote de melocotones del que ha escapado el almíbar por el vidrio roto") y el joven aspirante Torito Cuéllar (Andrés Irusta), de aspecto angélico pero dispuesto a hacer "cualquier cosa" para salir del pozo, casi una precuela del célebre cuento de Cortázar. Vestida de un azul celeste quizás un tanto obvio y con una monstruosa peluca rubia, María Aurelia proyecta la filmación del combate entre Patterson y Alí en el 65 y, en otra ocurrencia memorable, describe las estaciones del strip de Las Vegas como si fueran los santos lugares del Buenos Aires de su infancia. Comparece también Otamendi, ahora capo sindical y vendedor de los medicamentos caducados que Aníbal se inyecta ("porque siempre les queda un destello") en su pierna irremediable; le acompañan Delia y Noemí (Jazmín Antar, Mariana de la Mata), dos zorras ("jóvenes universitarias") tan frívolas como feroces, ansiosas de ver a la bestia en su cubil. Todo está listo para el último round: la escalada de humillaciones, el resentimiento agolpado, el ansia secreta de inmolación, la pistola del padre.

Los diálogos, como siempre en Bartís, beben del "grotesco argentino", esa peculiar forma rioplatense de la tragicomedia, y suenan verídicos y frescos, con tigres en la tripa, con imprevistos giros poéticos que esquivan las chaturas del costumbrismo y que sus actores sirven como si acabaran de llegarles a la boca, con dejes, curioso puente, de la ritualidad desdentada de La Zaranda. Hay algo en el final que no acaba de convencer, algo abrupto como una bala disparada antes de tiempo, pero el subrayado irónico de la cumbia villera que remata el apocalipsis me hace pensar que tal vez sea la clausura justa, la frustración elevada a categoría, mitad milagro mitad gatillazo: mucho me extrañaría un error de cálculo en un músico con el metrónomo tan afinado como Bartís.

2 Actrices de la semana (Palmarés). Además de la descomunal Bogadasarian (vuelva pronto, señora), también treparon al podio una pantera legendaria (Nuria Espert en La violación de Lucrecia, Shakespeare, Lliure), la hija secreta de Maggie Smith (Lina Lambert en Reglas, usos y costumbres de la sociedad moderna, de Jean-Luc Lagarce, Tantarantana), una descollante leonesa (Marta Ruiz en Dogville, Lars von Trier, Romea), una juvenil revelación (Sara Espígul) y una gataza que crece a cada zarpazo (Mercè Arànega), ambas dos en Una vella, coneguda olor, de Benet i Jornet, en el Nacional catalán. Seguiremos informando.

Escena de <i>El Box,</i> de Ricardo Bartís.
Escena de El Box, de Ricardo Bartís.ANDRÉS BARRAGÁN

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