El edificio de Fenosa
El litigio sobre el edificio Conde de Fenosa, que ha concluido con una orden de demolición, no nos aporta sorpresa alguna desde la perspectiva jurídica, si bien ciertamente el coste del derribo y el de las posibles indemnizaciones a los particulares afectados arroje unas cifras desconocidas hasta ahora en Galicia.
Aunque el actual alcalde de A Coruña (en sintonía con la opinión de su antecesor) siga hablando de posibles "alternativas", no parece que la vigente legislación permita eludir el derribo, a la vista de la sentencia del Tribunal Superior de Xustiza de Galicia (TSXG), ratificada por el Tribunal Supremo, que anuló la licencia y ordenó la demolición del inmueble, y a la vista de los posteriores autos del propio tribunal gallego, en los que se rechazan los recursos de súplica y se ordena inapelablemente la ejecución de la sentencia.
Posible prevaricación de los funcionarios que informaron y los políticos que votaron la licencia
En cualquier caso, lo que en la actualidad constituye motivo de comentario en la opinión pública gallega es saber si podrá exigirse responsabilidad penal a alguna persona por su intervención en el caso. Ante este interrogante es necesario distinguir dos planos. Uno es el relativo a la responsabilidad por un posible delito de desobediencia a la autoridad judicial (al que se refiere el reciente auto del TSXG de 27 de mayo de 2011), delito en el que incurrirían sin duda aquellas personas que, incumbiéndoles la obligación de ejecutar la sentencia, no adoptasen las medidas necesarias para dar cumplimiento al mandato de demoler el edificio, lo cual no requiere mayores comentarios, salvo dejar constancia de la resistencia de nuestros tribunales a aplicar este delito.
El segundo plano es el referente a la responsabilidad de aquellas personas que en su momento intervinieron en el otorgamiento de la licencia ilegal y en la construcción del edificio. Esta segunda vertiente es más compleja, porque no toda infracción de la legalidad urbanística tiene por qué constituir delito y porque además habría que distinguir entre los promotores o constructores, de un lado, y los funcionarios que conceden la licencia, de otro.
Los "promotores, constructores o técnicos directores" solo serían responsables en el supuesto de que hubiesen llevado a cabo una edificación en un suelo de especial protección o una edificación "no autorizable en suelo no urbanizable", lo cual no parece concurrir en el presente caso, en el que la ilegalidad consistió básicamente en el cambio de uso del inmueble (de terciario a residencial) con el fin de incrementar su volumen de edificabilidad, sin perjuicio de otras infracciones como el incumplimiento de la normativa sobre las edificaciones con patio interior.
Cuestión diferente, en cambio, sería la responsabilidad de las personas que intervinieron en la concesión de la licencia, dado que aquí el posible delito que cabría imputar sería una prevaricación urbanística, la cual existe ya cuando se conceden "licencias contrarias a las normas urbanísticas" y se aplica tanto a los funcionarios que las hubiesen "informado favorablemente" como a aquellos que "hubiesen resuelto o votado a favor de su concesión". Eso sí, habría que demostrar en todo caso que tales funcionarios eran conscientes de la ilegalidad (palmaria, según la jurisprudencia) de la licencia, porque este delito solo puede ser cometido dolosamente, y asimismo habría que cerciorarse de que no hubiese transcurrido el plazo de prescripción, que en este delito es de diez años.
Por lo demás, también es objeto de comentario en la opinión pública saber cómo se puede llegar a situaciones como ésta, en las que la ejecución de la sentencia se ordena cuando hace ya unos cuantos años que el edificio está habitado por familias que ocupan un centenar de viviendas.
La respuesta es sencilla, como ya señalé en algunas columnas anteriores: por una parte, el usual modus operandi de muchos Ayuntamientos, que otorgan licencias de dudosa legalidad acompañadas de la promesa de que las construcciones serán legalizadas en el futuro; por otra parte, la resistencia de algunos jueces a suspender cautelarmente el otorgamiento de la licencia en el momento en que, ante la presentación de un recurso contra ella, tuvieron que decidir acerca de la adopción de posibles medidas cautelares (cuando las viviendas se hallaban en construcción o cuando ésta todavía no se había iniciado), de tal manera que el interés privado en la terminación de la obra acaba prevaleciendo sobre el interés general en la ordenación urbanística.
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