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Mi primera vez | Ficciones

LOLA Y 'SOL'

La primera vez que Aline Volcot se asomó por la ventanilla de un avión que ya rodaba sobre la pista en la tranquila claridad de aquella lejana mañana de febrero, aún se llamaba Lola y acababa de cumplir cinco años. Llevaba en el regazo a Sol, su perrito amarillo de felpa encontrado, hallazgo feliz medio enterrado en la arena, y durante el despegue le tapó los ojos, susurrándole que no tuviese miedo. Los aviones son pájaros de metal y no se caen, canturreó, con los labios pegados al hábil zurcido de la recolocada oreja derecha. Lo arrimó a la ventanilla y ambos observaron con fijeza incrédula y maravillada la quietud profunda del mar y la dentada silueta de la isla, sus pinares, calas, casas y carreteras empequeñeciéndose como piezas de esos juegos embalados en cajas de colores que ella admiraba tras la luna de la juguetería Aguiló. Luego el avión viró suavemente y la isla se perdió a sus espaldas. Ascendieron y ya solo hubo nubes y la azafata rubia sonriéndole de improviso, iba a traerle un puzle, rotuladores y un cuadernito de dibujo, ¿le apetecía zumo, algún refresco?

Mi padre, mi nombre, nuestra isla, recapituló rencorosa mientras se acomodaba para la noche a bordo. Sol, el fiel y amarillo Sol mil veces remendado desde aquella partida secreta ("papá se reunirá con nosotras más tarde, serán unas vacaciones solo de chicas") viajaba dentro de su bolso, también él regresaba a casa 21 años después. "Te encantará Canadá, país de bosques, lagos y nieves", le había asegurado entonces su madre en la terminal. Callándose que no pensaba volver. Durante años le ocultó las cartas, las llamadas, los vanos intentos de visita del hombre al que llamó papá y de cuyo rostro apenas se acordaba, aunque nunca olvidó la calidez de su voz inventándole cuentos a orillas de la playa en los lentos atardeceres de verano. "Por cierto, ya no te llamas Lola, ahora eres Aline, así figuras en el pasaporte", le indicó ella al aterrizar. Había cuidado como una madre de su inestable y manipuladora madre entremedias de sobresaltos, apresurados cambios de domicilios y continuas mentiras. En su desvarío maniaco, ella juraba unas veces que no era "realmente" hija suya ni de nadie que mereciese la pena recordar y otras lo insultaba rabiosa. "Pensaba dejarme, quería que nos separásemos, pero yo me adelanté y el maldito bastardo se quedó para siempre sin la niña de sus ojos", repetía.

Un auténtico secuestro parental, recriminó iracunda el día en que al fin se atrevió a comprar un billete de avión Montréal-Ibiza con escala en Barcelona. Ya no le daban miedo sus chantajes, sus tretas de llanto y amenazas de suicidio, era mayor, otra, y sin embargo la misma de antaño, Lola curiosa e intrépida, isleña como Sol.

Sacó al perrito del bolso y lo colocó junto a la ventanilla. "Lo encontraremos", prometió, "seremos dos extraños reconociéndose gracias a ti". Y enseguida, y muy bajito: "¿Sabías que fue él quién te cosió la oreja?".

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