Elegía por los políticos
En el mundo está pasando lo que está pasando, sin que haya pasado nada. Quiero decir que en la parte del mundo donde se cuecen las cosas no se libraron guerras que provocaran masacres o destruyeran sistemas productivos. No hubo pandemias como la gripe española que mató a cerca de 200 millones de personas entre 1918 y 1920, ni una crisis del petróleo como la de 1973. Lo que pasa es fruto de una grave crisis de inoperancia de las élites. No es que en el pasado hayan adoptado precisamente políticas a favor de la igualdad social, pero al menos se suponía que dominaban el caballo que montaban. Ahora ni siquiera se distingue al caballo del jinete.
Del matrimonio por amor neoliberal Reagan-Thatcher pasamos a una boda de conveniencia Bush-Blair, que solamente se hacía por los regalos (para dar oportunidades de negocio a los amigos). En Alemania pasaron de Helmuth Kohl, un caballero cabal de derechas, a un Schröder que daba el pego como socialdemócrata serio, para acabar con una Merkel que es como la habitual tía temible: ni una mala palabra ni una buena acción. En Francia, a una serie de aristócratas con un fondo canalla la sucede un saltimbanqui mediático sin fondo. La última gran esperanza blanca de la política europea era aquel joven británico tan prometedor... (¿cómo era? ¿Clegg?), que ahora tiene menos cancha que un teniente de alcalde de un bipartito.
Galicia es un país de conservadores/reformistas pero ahora ya no regenera ni las élites dominantes
En España, como hace tiempo en Italia, cualquier parodia es superada por la realidad. Si es cierto que estamos al borde del abismo, la actitud de nuestra clase política es como la de los protagonistas de Casablanca ("Los alemanes iban de gris y tu vestías de azul". "El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos") o más bien como la falsamente atribuida a los bizantinos, empeñados en debates teológicos cuando los turcos asediaban Constantinopla. Si no lo es (aunque los mercados de hoy se comportan como los alemanes en 1940 y los turcos en 1453) entonces nos deben una explicación, sea la de que solo nos pueden prometer sangre, sudor y lágrimas, o que hay una cámara oculta.
En lugar de eso, lo que hay son jóvenes animales políticos que en su mirada evidencian su propio susto ante las grandes palabras que pronuncian. O zorros viejos que afirman tener una escalera de color cuando todos -ellos y nosotros- sabemos que las cartas que llevan son los tiques del aparcamiento del Parlamento. Es desolador ver a Rubalcaba decir ahora lo que posiblemente siempre pensó, pero no reconoce haber pensado (de hacerlo, ya ni hablamos). Y es patético que el portavoz del que todos nos resignamos que será el partido en el Gobierno, González Pons, pida un anticipo del anticipo electoral con el argumento de que un cambio de líder (?) dará confianza a los mercados (como ya se demostró en Portugal). En el capítulo de propuestas mediopensionistas, destaca la del Gobierno de salvación PSOE-PP de José Bono. Cambiar algo para que nada cambie, a lo Lampedusa pero en manchego. En cuestión de líderes, como decía hace muchos años un amigo, ya no es que echemos de menos a Adolfo Suárez, es que ya añoramos a Leopoldo Calvo Sotelo.
Todo esto, que es para temblar después de haber reído, se debe en gran parte al Planeta Madrid. Una burbuja donde políticos, financieros y altos periodistas comen, trabajan y a veces hasta parece que duermen juntos, sin distinguir mucho unas actividades de otras. Esa cosmovisión tan focalizada como irreal ha ido infectando a toda la sociedad española con la misma virulencia que la moda del pantalón pirata, gracias a su potencial mediático y a la progresiva inanidad de las clases políticas periféricas.
Por ceñirnos a las comparaciones de siempre, en las otras periferias le echan imaginación. En Cataluña, ERC intenta frenar su caída libre dándole la presidencia a Oriol Junquera, que fue el candidato al escaño que comparte con el BNG en el Parlamento Europeo cuando ni siquiera era militante. En el País Vasco, donde el PP no dudó en apoyar al PSOE, Bildu lanza una iniciativa de más calado que riesgo (gana tanto si se la aceptan como si no) proponiendo una candidatura nacionalista conjunta. Aquí, sin embargo, el BNG en lugar de ser el candidato lógico a liderar el descontento es la encarnación del desencanto, porque, como le pasó a IU, prefiere estar en posesión de la razón a hacer lo posible para que le hagan caso.
No es un problema únicamente del nacionalismo. "Y pensar que hubo un tiempo en el que Portomeñe era portavoz del PP...", le comenté un día a Xosé Manuel Beiras. "Y que lo fue Xosé Luis Barreiro", me contestó. Galicia es un país de conservadores/reformistas (reformar todo lo que nos haga olvidar el triste pasado, pero estar presos del atavismo del pobre: lo que sea por amarrar un puesto), pero ahora ni regenera las élites dominantes. Aquí, como decía el homenajeado en el Día das Letras 2011: "Seguimos a sufrir os nosos tempiños coma sempre, neboentos, queixosos e inmutables, sen rebeldía activa, sospeitando da nosa propia sombra e das intencións dos demais, odiados polo noso ser desta terra, desertando da mínima alteración dunha desorde eterna". Y ahora esa actitud parece que incluso da votos.
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