DÍA 11
Os diré ahora de qué modo era coja y fea la niña, de la que aún no sabía ni cómo se llamaba. Era coja porque una de sus piernas, la izquierda, tardaba un poco más que la otra en reaccionar, como si tuviera que pensárselo dos veces. Era coja porque esa pierna presentaba una suerte de rigidez que no era natural en las piernas comunes. Era coja porque se esforzaba en no parecerlo de la misma manera que el cobarde exhibe un valor de cartón piedra. Era coja por asimétrica, por desigual, por disímil. Y era fea, quizá, pienso, no sé, porque el lado derecho de su rostro, desde la sien hasta el maxilar inferior, estaba recorrido por una cicatriz que evocaba la grieta de una puerta que no encaja en su marco. Daba la impresión de que su cara se pudiera abrir para acceder a la calavera. Era fea también porque los pelos de la ceja de ese lado del rostro se agolpaban en un punto, al modo en que el imán concentra las limaduras de hierro en un espacio reducido.
Daba la impresión de que su cara se pudiera abrir para acceder a la calaverami verdadera historia
Era muy fea, sí, y muy coja. Lo fui advirtiendo poco a poco, pues supe enseguida a qué colegio iba por el uniforme que llevaba cuando mamá la señaló (un jersey rojo, de pico, un polo blanco debajo y una falda escocesa que hacía juego con el jersey). Se trataba de un colegio de pijos, relativamente cercano al mío, que era público, porque papá defendía a muerte lo público. De modo que al salir del colegio público corría hasta el privado y merodeaba por los alrededores en busca de la niña superviviente. Hasta que un día tropecé literalmente con ella. Nos dimos de bruces al doblar una esquina y ella se cayó al suelo, y yo, en vez de ayudarla a levantarse, salí corriendo como si pudiera transmitirme la lepra, la lepra de su rostro. Una vez lejos, volví la cabeza y observé cómo se levantaba del suelo torpemente, no ya sin la colaboración de su pierna izquierda, sino literalmente en contra de ella. Recuerdo haberme detenido en una esquina y haber jadeado como si acabara de correr la maratón. Y la había corrido, aunque se trataba de una maratón interna, donde lo que fatigaba, en vez de la distancia, era la intensidad. Había corrido por el interior de mí, quizá por el interior de la niña, hasta quedar extenuado, roto, desarticulado. ¿Le habría dado tiempo a ella a verme el rostro?

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