DÍA 7
A mi padre empezaron a llamarle de la tele de forma regular, y nunca dijo que no. Su trabajo consistía en debatir con gente que leía o escribía libros. Por el respeto, casi con el miedo, con el que los que los escribían escuchaban a papá, pensé que escribir era un modo de seguir meándose en la cama, pues aquellos adultos actuaban como si él pudiera castigarlos. Yo continuaba meándome, quizá porque todavía no había empezado a escribir. Mi madre y yo veíamos siempre juntos las intervenciones de papá. Cuando hablaba bien de un libro, me gustaba imaginar que lo había escrito yo. Quizá era un modo de suponer que aprobaba mis meadas, por las que había manifestado siempre una repulsión que me hacía daño. Mucho. Cuando volvía de la tele, mi madre ya no le decía que había estado bien, el mejor de todos, ni le daba un beso en la boca porque ya no se querían como antes. No se querían por mi culpa.
El problema era cómo dar cuenta de lo sucedido sin ir a la cárcelmi verdadera historia
En uno de aquellos programas, al hablar de un escritor, papá dijo de él que tenía talento, pero que no tenía nada que contar. Aquella distinción me movilizó, pues entendí que daba más importancia a lo segundo que a lo primero. Quizá yo careciera de talento, pero tenía algo que contar. Empecé entonces a darle vueltas a la idea de narrar lo ocurrido en aquel puente hacía ya dos años (ahora tenía 14). La historia, me parecía, estaba a la altura de las que se resumían en las solapas de los libros de nuestra biblioteca. A partir de aquel instante, una de mis fantasías recurrentes fue la de que escribía un libro en el que confesaba los hechos y del que mi padre hablaba (bien) en la tele. Disponía de un material muy fresco si pensamos que el suceso no había dejado de ocurrir, pues volvía a suceder cada día de la vida, a veces cada hora, en el interior de mi cabeza. Además, el pánico a ser descubierto permanecía intacto (crimen y castigo). El problema era cómo dar cuenta de lo sucedido sin ir a la cárcel. Por eso, y aunque el libro no dejaba de crecer en mi imaginación, decidí aplazar su escritura para "cuando fuera mayor". Lo firmaría con "seudónimo", palabra que utilizó papá en la tele y cuyo significado averigüé enseguida. Pensar en ese libro (y en el seudónimo) era un bálsamo para una existencia feroz. Entonces ocurrió lo portentoso.
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