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Mi verdadera historia

DÍA 5

Mi madre ata cabos durante el día y los desata por la noche. Hay en ella a veces una expresión de cómo no me había dado cuenta antes (los pantalones meados y cagados, mi cara de terror...) y a veces una expresión de no es posible, no es posible, mi hijo no. Mi madre sabe, todas las madres saben. Con el paso de los días advierte que yo sé que ella sabe. Pactamos, sin palabras, no hablar jamás de ello. Después de todo, debe de pensar, la desgracia ya no tiene remedio y delatar al niño solo serviría para añadir más dolor a la desdicha. Quizá piense también que si de verdad he sido yo (pero no, no puede ser, él no) ese secreto terrible funcione al modo de una vacuna contra las tentaciones que me salgan al paso durante el resto de la vida. Tal vez, para pagar la culpa, o por miedo a ser descubierto, no sea de mayor alcohólico ni drogadicto ni delincuente ni violador ni nada, en general, de las cosas que más teme (y que yo temeré). Tal vez incluso me convierta en lector, porque leer es, para mi madre, la garantía de una vida de orden. No así, contradictoriamente, escribir, pues con el tiempo advertiría que los escritores, tanto a ella como a mi padre, les provocan una animadversión incomprensible. Lo más probable es que mi madre se haya dado cuenta de que desde el accidente soy mejor, si cabe, que antes. Protesto menos, estudio mucho, me cepillo los dientes, me lavo las manos... Soy más normal, en suma, me convierto en un modelo de normalidad para que nadie descubra al niño raro que se esconde detrás de aquel rostro neutro.

Es probable que mi madre se haya dado cuenta de que tras el accidente soy mejor

¿Habló mamá del asunto con mi padre? No estoy seguro, aunque también su mirada sobre mí sufrió alguna transformación. Yo había desarrollado unos sensores anímicos con los que detectaba cualquier cambio de actitud, por pequeño que fuera, en quienes me rodeaban. Un domingo, al volver del cumpleaños de un compañero de clase, lo descubrí leyendo un libro titulado Crimen y castigo, también de Dostoievski, el autor de El idiota. Me quedé sin aire, pero ya había aprendido a asfixiarme sin mover un solo músculo del rostro, de modo que cuando levantó la vista del volumen encontró delante de sí al agonizante normal, al de todos los días.

EDUARDO ESTRADA

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