Para narices de oro
Su valor es inmenso, o ínfimo. Ya sabemos, la ley de la oferta y la demanda se ceba sin piedad con las primeras materias, y el arbitraje económico se hace sentir en los productos imprescindibles para la humanidad.
Los desiertos las aclaman mientras los océanos reniegan de ellas. El valor del agua del Amazonas en el Amazonas es nada, por contra el de las límpidas corrientes de los ríos escoceses que atraviesan los subsuelos de turba y de ellos se perfuman se cotizan como el oro -líquido o en forma de cubitos- en lujosos bares de París a New York, donde refrescarán y harán más suaves al paladar los destilados del centeno que en ellos se expenden.
El agua se puede beber, o degustar, según el proceso mental que nos lleve a su consumo; la sed es mala consejera para las sutilezas palatales, y la llamada del organismo a reponer los líquidos perdidos fulmina de raíz cualquier tentativa de averiguar los cientos de componentes que inundan el originario hache dos o.
La influencia del agua en el resultado final de los platos es incontestable
Aguas blandas y duras, calizas, ferruginosos, llenas de sodio y de potasio, con gases en disolución o con grumos en suspensión preceden al sabor que nuestras papilas deberán encontrar en el mar que las anega cuando bebemos un trago de aquella agua de aspecto inmaculado.
El agua es pura gastronomía, y sus expertos las más finas narices de oro de la humanidad. Con su imprescindible concurso se han cocinado todos los productos que comemos, y su influencia en el resultado final de los platos es incontestable. La paella solo con agua de Valencia, el cocido con las blandas aguas madrileñas y los mejores garbanzos con las límpidas que arroja la lluvia. Las gambas y langostinos con agua del mar Mediterráneo, aunque según nos dicen los adelantados para el pescado y algunos fríos mariscos nada mejor que las que obtenemos en los caladeros de las islas Hébridas, que como se sabe están aledaños a Escocia y que aportan la justa sal al convite.
Los sabores de las aguas están producidos por sus excipientes, que como sabemos -y en cantidad suficiente- las definen y clasifican. Los grandes restaurantes han dado por someterlas al juicio de una clientela ahíta de vinos y demás alcoholes, y en sugerirlas para cada plato según su composición: planas y naturales, carbónicas y manipuladas, que surgen del manantial o que están sometidas a mil procesos e ionizaciones para que al trasegarlas por nuestra garganta la alcachofa que las acompañe alcance su grado máximo de dulzura o la ginebra de un gin tonic alcance la frescura y el sabor que nunca soñó cuando surgía del alambique.
El agua sirve para casi todo: para lavarse, para cocer, para unirse con toda suerte de concentrados, para apagar incendios, para sobre ella navegar, para enfriar y para calentar... E incluso, y en última instancia, tal como reconocía un obispo que acompañaba al insaciable Pantagruel en la obra de Rabelais, cuando el estómago se ha hinchado de una infinita ración de botarga, para matar la sed que con ella se origina.
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