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'Mi primera vez' | Hoy, Félix Grande | Ficciones

Con retraso y un respeto

Fumé mi primer cigarrillo a los 15 años de edad y con dos años de retraso. He escuchado a personas de buena fe asegurar que su primer cigarrillo les dio ganas de vomitar. A mí me supo a gloria. No digo yo que mientan. He llegado a pensar que es que exageran para otorgar a su condición de fumadores una categoría épica, como de Gengis Kan o Guerrero del Antifaz: fumo, ergo soy un héroe. Para nada; yo fumo desde hace ya 60 años y no paso de ser muy normalito. Heroísmo, lo que se dice heroísmo, es lo que hace falta no para fumar, sino para dejarlo. Yo fui exfumador dos años y durante los primeros seis meses mi vida fue espantosa. Luego me resigné, a todo se acostumbra uno, y durante año y medio no solo no fumaba, sino que encima presumía, que es asombroso hasta dónde puede llegar el narcisismo. Es cierto que durante aquella etapa tenebrosa yo no iba por ahí delatando a los fumadores ante la policía, ni informándolos de que estaban asesinando a su familia, al vecindario, a multitudes inocentes... No: yo fui un exfumador apacible, bien educado y tolerante; ojalá todos los exfumadores de este mundo fuesen tan comprensivos y exquisitos de trato como yo alcancé a serlo. Pero no todos son así. Dejan de fumar y se transfiguran en ministros de Sanidad, o en torquemadas, que algunos de ellos se diría que llevan en la canana gavillas de sarmientos. ¡Oiga, y cómo argumentan, y cómo simplifican! Hace años (todavía no nos llamaban genocidas), un señor que había estacionado su automóvil cerca de la consulta en que ambos aguardábamos turno, cuando me vio encender un pitillo me miró con un odio tribal y me recordó que los gastos hospitalarios para los tratamientos de dolencias del corazón se pagan con los impuestos del conjunto de la ciudadanía. Qué insolidaridad. Qué bestia. No quise responderle, con sadismo, que no sé conducir y que no obstante nunca me han dolido en el bolsillo los presupuestos de la construcción de carreteras; y ni siquiera he salido a la calle con una cimitarra para segar cabezas de los propietarios de esas máquinas de averiar pulmones, bronquios y coronarias, esas máquinas mortíferas que escupen por su tubo de escape, junto al inexorable asesinato del planeta, unos cuantos millones de cardiopatías por segundo... Y sin embargo reconozco que aquel maleducado tenía media razón: los cigarrillos han acabado por resultarme contraproducentes y he tenido que renunciar a dos tercios de dosis. A ver cómo me las arreglo para que mi cardiólogo me dé su bendición, que uno tiene que estar a bien con todo el mundo... De manera que tendré que contarle que mi abuelo Palancas, dos años antes de que yo fuese fumador, me dijo con mucha seriedad: "Hijo mío, te encargo que en su momento le tengas respeto a tu padre y fumes a escondidas". ¡Ay, abuelo, qué cruz!

FERNANDO VICENTE

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