La danza del adiós de Pina Bausch
Una pareja intenta abrazarse y hay dos hombres que se lo impiden. Una chica bella abofetea a un chico y luego le da un beso apasionado. Un hombre muy viril se pasea sobre tacones rojos de mujer... De imágenes como esas estuvo construido, hasta este último espectáculo, el universo de Pina Bausch (Solingen, 1940-Wuppertal, 2009), una estética que se dio a conocer como la danza-teatro. Por última vez, el pasado mes, se cumplió el ritual del estreno oficial europeo de su nueva coreografía en el Théâtre de la Ville, de París, espacio donde la creadora alemana fue alzada, vanagloriada y venerada por un público fiel y adicto a sus ocurrencias escénicas, esas que a veces arrancaban carcajadas y minutos después convocaban lágrimas. ...como el musguito en la piedra ay sí, sí, sí..., que no es excepción, coge prestado su título de una conmovedora canción de Violeta Parra, y se inscribe dentro de su ciclo de las ciudades, rindiendo esta vez homenaje a Santiago de Chile, donde montó esta creación llamada a ser la última de un extenso e importante catálogo, cerrado tras su muerte. ...como el musguito... no será recordado como un trabajo mayor de Pina Bausch. No tiene el desgarro visceral y existencial de Café Muller (1978) ni la angustiosa emoción galopante de su Consagración de la primavera (1976). Probablemente tampoco tenga el impacto visual de Nelken (1982), aunque sea de lo más llamativo ese suelo que se resquebraja, ni la desbordada alegría acuática de Vollmond (2006), quizá su última gran producción importante. Pero es genuinamente suya y en ella se verifican todas las constantes de su trabajo, todas las preocupaciones que movieron sus obras, su humor, su desgarro, y todas sus reflexiones sobre la vida. Trae un añadido emocional de cara al público que la adoró y eso no hay que perderlo de vista. Es su última obra, el fin de su legado, lo que otorga una dimensión ritual a cada representación y también, qué duda cabe, una mirada más emocional que crítica de todo el que la ve. Pero hay hallazgos en esta obra. Hay grandes momentos de puro placer estético e imágenes inolvidables que se pegan a la retina. Hay secuencias de regocijo, de risa, de tristeza y de llanto. Exactamente como fueron sus obras dedicadas a las ciudades, con más humor y más luz que sus primeros trabajos, más existencialistas y angustiados, más oscuros, más severos. La obra fluye con la urgencia del que se va. Sus cuadros y escenas sucesivas se agolpan, hay en sus tres horas largas de duración cierta emergencia por contar muchas cosas, y al unísono, dedicarle tiempo y atención especial a sus bailarines, a los que, uno por uno, bendice con un solo que se siente como un último regalo. Son todos bellos soliloquios de danza, entre los que destacan por emocionados los de Dominique Mercy, el que fuera su bailarín fetiche, Fernando Suels, Ditta Miranda y el joven catalán Pau Arán, que convivió con ella solamente los últimos años.
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