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Columna
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Servicio público

Grecia, que es donde ha salido todo, fue el lugar en el que inventaron también esta idea sinuosa de cobrar por ser político. Contexto: en los días matutinos de la democracia ateniense, aristócratas y plebeyos se daban por primera vez la mano en los cargos públicos (tribunales, magistraturas y demás) y se dedicaban a sancionar las leyes establecidas sin anteojeras de clase o escalafón social. Pero para garantizar su equidad, el estado se cuidaría de que no existieran magistrados de primera y segunda división: decidió remunerar con un sueldo a aquellos ciudadanos que, a causa de su dedicación al bien público, desatendieran su fuente de ingresos habitual, que podía estar en la zapatería, la fabricación de vasijas, la navegación o el ejército. Naturalmente, la medida venía dictada como vacuna contra los abusos de los que más tenían: al aristócrata le daba lo mismo invertir su agenda completa en hacer y deshacer en el ágora, porque disponía de otras manos que trabajaban para él, pero no así al mercader o el artesano. Quedó establecido que la política, como sinónimo de servicio a la polis, había de ser una profesión. Una profesión presuntamente transitoria, que sólo habría de durar lo que durase el partido designado para ejercer el poder: un hiato en la vida del ciudadano en que habría de ejercer de administrador de casa de vecinos y enfrentarse a problemas fastidiosos de límites de fincas, cobro de honorarios o equivalencia de pesos y medidas, y que concluiría felizmente agotado el plazo de la legislatura. Así habría de ser en teoría, al menos. Pero como todo, también la picaresca viene de Grecia: también los hubo quienes ya desde temprano decidieron desviar el bien común hacia el del propio bolsillo y acumularon cargos gratuitos con el solo propósito de lucir yate u obtener un palco ventajoso desde el que presenciar la procesión anual de las Panateneas. Dijo Platón, discípulo directo del más sabio de los hombres y también un poco sabio él: dichoso será aquel estado cuyos miembros encuentren repulsiva la idea de gobernar.

Una oleada de indignación que se parece al magma puro me incendia los nervios cada vez que un político, sea de la coloración que sea, se niega (a veces chulescamente) a hacer pública su declaración de ingresos, al menos esos que cobra del erario común. Como servidor de todos nosotros, al mismo nivel del barrendero, el policía y la maestra, tiene la obligación de informarnos de cuánto cobra por lo que hace y a ver mermado su sueldo en caso de que esa cantidad se considere excesiva por los servicios que presta. A algunos no les hace gracia esta transparencia, que quizá consideren un ultraje: Antonio Sanz ha consentido en divulgar las cuentas de Arenas sólo después de una obligatoria homilía sobre las oscuridades de la Junta y los derrames en protocolo, viajes y tarjetas de crédito. En lo cual no le quito la razón. Si de mí dependiera, el estado haría público en BOE hasta el último céntimo que se gastan en aire acondicionado y café entre sesiones nuestros señores representantes, y, de encontrar alguna cifra de dudosa justificación, instaría al afectado a reponerlo de su propio monedero. En casos extremos, después de presenciar las cenas opíparas y las excursiones a Nueva York que se han costeado ciertos canallas con el dinero del ciudadano medio, incluso estaría dispuesto a admitir que los cargos públicos dejasen de estar remunerados en absoluto. Entonces alcanzaríamos ese estado de dicha que Platón vislumbró: aquel en que todo el mundo encontraría algo mucho mejor que hacer que mangonear a sus inocentes vecinos.

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