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Columna
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¿Tenemos plan b, presidente?

Feijóo sigue agrandando su leyenda. Rajoy ha rectificado. Galicia, nai e señora, vuelve a erigirse en el modelo más cool del estilo de gobierno Marianista. Al menos hasta la siguiente conferencia en Madrid del siguiente presidente Popular entre la amplia alineación que dejó el 22-M. Mientras los restantes barones aún se entretienen jibarizando sueldos y asesores, o elaborando procelosos códigos éticos para determinar si se puede o no asistir a un velatorio o a un partido de fútbol en coche oficial, Feijóo aterriza en Madrid a lo Gran Capitán para proponer un gran acuerdo estatal por la hacienda pública y los servicios básicos. Ante un admirado Rajoy, marcó hasta un calendario: hilvanar el pacto en la Conferencia de Política Fiscal y Financiera de julio y bordarlo en una conferencia de presidentes en otoño. Como aún anda algo en prácticas en la tarea de comportarse como un gobernante, no pudo sustraerse al "momento mitin" y exigirle a Zapatero y Rubalcaba que convoquen elecciones o tomen decisiones, porque esto es un sinvivir. Feijóo sabe de qué habla. Hasta ahora ha gobernado siguiendo el plan A. La culpa siempre es de Zapatero y Madrid siempre nos debe pasta. En un presupuesto que supera los diez mil millones, los 242 millones que la Xunta reclama con cargo al Fondo de Cooperación han constituido la deuda más rentable de la historia. En su nombre se han podido justificar todos los recortes. Desde los centros de día sin personal o las listas de espera prestidigitadas, a las versiones menguantes del plan MOVE o REMOVE.

A Galicia le convendría que Feijóo anteponga los intereses del país a las urgencias de su partido

Pero el tiempo se agota y también el plan. Ahora la Xunta ha escalado la deuda hasta superar los 800 millones. En la calculadora feijooniana suman desacuerdos sobre los ajustes del IVA, reclamaciones de atrasos y exigencias de anticipos. La letra del sistema de financiación no ayuda gran cosa a la postura de la Xunta. Tampoco la música del momento, con las comunidades autónomas puestas bajo sospecha de manirrotas y corruptas y medio mundo clamando que alguien ponga orden, aunque no sepan muy bien dónde.

La postura hermética de Madrid tampoco debe tomarse como palabra divina. El planteamiento de Galicia suena razonable. Además, resulta profundamente injusto que a las autonomías que, como Galicia, se sacrifican en sus cuentas, se les aplique el mismo jarabe de palo que a otras que siguen gastando y endeudándose como quien oye llover.

El recurso a los tribunales resulta lento y sobre todo incierto. La fortaleza de la petición gallega se fundamenta más en argumentos políticos y económicos que sobre las endebles razones jurídicas alegables. Es el momento de la política y la negociación. Se requiere liderazgo, habilidad y capacidad para llegar a acuerdos. Cualidades de las que nadie anda sobrado, de momento. Al gobierno central le compensaría un arreglo para romper la unidad del frentismo autonómico popular, pero hay que saber convencerlo. A Galicia le convendría que Feijóo anteponga los intereses del país a las urgencias de la estrategia electoral de su partido. Si se sabe presentar y armar una oferta de transacción equilibrada, ni Elena Salgado, ni nadie, podrá seguir agarrándose a la letra del sistema de financiación.

Si las posiciones se mantienen enquistadas, solo pueden pasar el tiempo y dos cosas. Que gane Rajoy o gobierne Rubalcaba. Ambos escenarios tienen su complejidad. Si Rajoy gana, salvo que el hada de la confianza exista realmente y obre milagros instantáneos en las cuentas del estado, Madrid seguirá debiéndonos una millonada que no tiene. Feijóo afrontará el dilema de plantearse una acampada indignado ante Moncloa, o volver a sacar su calculadora para demostrarnos que los números de ahora resulta que entonces son al revés.

Si Rubalcaba gobierna, Feijóo deberá escoger entre mantener esta guerra de guerrillas electoral que solo puede traer penuria y agotamiento, o negociar un acuerdo leonino donde ya tendrá poco que ofrecer. En este camino de madurez que ha iniciado la democracia feijooniana, hace falta un plan B. Los votantes, las coyunturas electorales y las oportunidades mediáticas pasan. El estado, los servicios públicos, los ciudadanos y las facturas permanecen y hay que hacerles frente. Los colegios, los hospitales, las residencias o las universidades abren todos los días. Su trabajo es hacer que abran, no explicarnos por qué los cierra.

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