Gigante
Cuando una exposición se titula Gigante por la propia naturaleza (palabras extraídas del himno nacional de Brasil), uno espera encontrar cosas portentosas. Pero cabe preguntarse si la pretensión de ofrecerse como una síntesis representativa del arte contemporáneo brasileño no queda deslucida por esa otra pretensión de gigantismo. El espectador no tiene por qué saberlo, pero el catálogo de esta muestra se abre con un texto de Guido Mantega (ministro de Hacienda) sobre las Las perspectivas económicas de Brasil, y otro de Celso Amorim, embajador y exministro de Exteriores, titulado Una política exterior del tamaño de Brasil. Pero ¿por qué recalco esto? Porque parece que aquí no sólo estamos hablando de arte, sino de geopolítica. Esto, en principio, no tiene nada de malo. Brasil es una potencia emergente, y el arte no puede evitarlo, ni debe. La exposición, a cargo de Rafael Gil y Wilson Lázaro, consigue darnos una idea de lo sucedido en las artes plásticas en Brasil en los últimos sesenta años. El conjunto se presenta bajo el lema del ritmo y se divide en unas siete secciones: Sonido y forma, Ritmo samba, Ritmo de fe, Diversas perspectivas del compás, Descompás social, Viento de cambio y El gesto del ritmo. El lector evocará enseguida la acuarela brasileira: una imagen siempre atractiva, aunque convencional, de ese país rebosante de experiencias.
Gigante por la propia naturaleza
IVAM. Guillem de Castro, 118. Valencia
Hasta el 17 de julio
En cuanto a las obras, las hay magníficas. Por ejemplo: de 1951 es el gouache de Hélio Oiticica, brillantemente concreto (por abstracto), o el sutil paisaje geométrico de Maria Leontina (1960). Y brillantes son también las piezas de Artur Barrio, reciente Premio Velázquez (un saco aparentemente ensangrentado de 1960 -Trouxa- y dos óleos sobre cartón -Africanas- de los ochenta). La obra de Cildo Meireles, Values Impaired (1988) contrapone monedas en el suelo con billetes en lo alto (recordemos su edición de billetes de cero cruzeiro). De Ernesto Neto puede verse una acogedora escultura (Mientras estamos aquí, 2008) con forma de casa construida a base de ficticios cartílagos y osamenta. Anna Maria Maiolino nos invita a una feijaoada por hacer: en la mesa puesta, los platos contienen semillas de arroz y frijoles en proceso de crecimiento. Raul Mourao ironiza sobre el expresidente Lula (Lulacaixa, 2006) convertido en doble muñeco de peluche, mientras que en A grande área fraturada (2010) parece desconstruir un campo de fútbol. Lo mismo que Lula Wanderlei en el mejor de los vídeos de la exposición: A Arte é o Futebol sem bola (2004): en él se ve a Maradona (que no a Pelé) marcando su más famoso gol a Inglaterra (no el de la "mano de Dios", sino el otro), sólo que sin balón. Hay obras sobre asuntos rituales (Niura Bellavinha: Sabará Mangueira, 2003, vídeo; José Medeiros: Candomblé, 1951, fotografía; Walmor Correa: Curupira, 2005) o políticos (Ivens Machado: Mapa mudo, 1979). Las favelas, pese a su conmovedora plasticidad, brillan por su ausencia. Realmente, el arte contemporáneo en Brasil nació con Oswald de Andrade en 1928, con su Manifiesto Antropofágico: "Tupi or not tupi, that is the question". Los tupíes se comieron al obispo Sardinha. Ahora ya no se comen a nadie. Pero lo cierto es que Brasil sigue absorbiendo las fuerzas del Otro.
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