Sacerdote y víctima
Walter Benjamin ya señaló tempranamente que "Kafka tenía que confiar su obra póstuma a quien no iba a querer cumplir su última voluntad". Probablemente consciente de su valor, Kafka se mostró muy inflexible con su desatendida obra gráfica. Escribió a su amigo Max Brod: "Todo lo dibujado, etcétera, incluso todo lo escrito y dibujado que tú poseas debe ser quemado de forma inmediata". Que no se olvidara de los dibujos parece indicar una voluntad -engañosa, en atención a la observación de Benjamin- de no dejar, tras su muerte, un reguero de impulsos en lugar de una obra satisfactoria. Pero ¿de qué podría Kafka sentirse satisfecho? Sólo La condena y Ante la ley merecieron de su parte una aprobación sin fisuras. De Ante la ley dijo George Steiner que asumía "la fuerza de una verdad imponderable" y que a él lo convencía de que había sido "inspirado por revelación". Tal vez no haya mayor elogio, pero ese énfasis clausura la ironía, que en el autor de El proceso emerge como una risotada de bufón. Claro que también Steiner juzgó que sus dibujos eran una "onírica puñalada". La severidad de la tradición trágica se impone en esa observación como un ritual del que Kafka es sacerdote y víctima. El escritor checo era, sobre todo, un compilador de la gestualidad. Los gestos, en tanto que lenguaje, siempre dicen bastante, aunque no sepamos qué, y así los textos de Kafka son un sumario de actitudes en forma de parábolas que requieren de interpretación. "De todos es conocida -recordó Klaus Wagenbach en su biografía del autor de Praga- esa cualidad fatal de la prosa de Kafka: la de dar pie al comentario". La mayoría de sus textos nos ha llegado por esa violación de Max Brod al dictamen de un moribundo. En su universo de postergación y culpa predomina la documentación íntima -los diarios y las cartas-, y eso también forma parte de la exégesis, como si Kafka hubiera pronosticado, con ese testamento estratégico, la frustración del significado. A pesar de disponer del acceso a una privacidad tan transparente como mortificada, donde Benjamin veía "el celo con que Kafka subrayó su fracaso", la obra kafkiana es cualquier cosa menos un espejo. Kafka entregó a Brod el manuscrito de El castillo con esta advertencia: "Sólo existe para ser escrito, no para ser leído". El lector se agrega, por tanto, a la violación de Brod; también él se inmiscuye en la cualidad del texto no para apreciar su condición humana, sino para espantarse de su enfermedad. Ser hombre es una terrible inconsecuencia, una sucesión de errores y peligros, y la escritura el mejor modo de crear de sí mismo un fantasma. Leer a Kafka es frecuentar esa fantasmagoría, tal vez para sentir que "lo único verdadero es la luz en el rostro del monstruo que retrocede".
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