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Reportaje:

El hombre que lo quería todo

Fabra se resiste a dejar el poder tras 24 años en la Diputación de Castellón

María Fabra

Si tres cosas hay en la vida, las tres se concentran en Carlos Fabra. Más otras dos: fortuna y poder. Limitado, pero poder. Y será por aquello de la erótica de, pero se resiste a soltarlo.

A punto de cumplir 65 años, habiendo superado un trasplante de hígado, con un sueldo de 90.000 euros anuales, coche oficial, chófer y escolta y su vida personal estabilizada, Fabra confía en que le siga tocando la lotería. Así, se ha despedido de la vida institucional, del púlpito público, aunque no del todo. Carlos Fabra dice que se va, se ha despedido de sus críticos con un "adiós, hasta nunca", pero sus palabras demuestran que está aún muy alejado de la jubilación o de un retiro.

Tras haber anunciado que dejaría de ser presidente de la Diputación, realizó vanos intentos por mantener un cargo institucional. Como no iba a ir mendigando, pasó a hablar de una asesoría pública, pero también topó con negativas. Fueron las primeras, y prácticamente las únicas, muestras de los límites que le van a marcar sus descendientes políticos, que, durante la campaña, incluso le invitaron a no acudir a actos públicos para evitar que acaparara los focos de las cámaras dado que no figuraba en ninguna candidatura.

Mantendrá su cargo en el PP hasta elaborar las listas de las generales
No quiere lidiar con apreturas, recortes, ni con la reducción de asesores

Carlos Fabra no se va del todo. Antes de irse ha dejado prácticamente conformado el nuevo Grupo Popular en la Diputación. Y quienes siguen, agradecidos, le mantendrán informado de lo que se cuece en la plaza de Las Aulas. Seguirá como presidente del PP provincial, desde donde aún podrá seguir manejando los contactos con los pueblos y, por supuesto, las listas para las próximas elecciones. Será el que decida quién figura en las candidaturas que aspiran a los suculentos cargos de diputado y senador. Y se mantendrá, según anunció, como presidente de Aerocas, la sociedad pública promotora del aeropuerto, aunque esto signifique cambiar los estatutos de la mercantil desde la que, de momento, prácticamente solo se reparten patrocinios. Se trataría de una cuestión más personal que política, si ambas no confluyeran con tanta intensidad como lo hacen en su persona. Pero es que no quiere ser recordado como el que inauguró el aeropuerto sin aviones, algo que ha merecido la sorna de todo el país.

Todo ello le permitirá, además, que se le pueda seguir llamando presidente, apelativo del que no se desacostumbrará fácilmente, cuando deje realmente de serlo, que algún día llegará.

Y mientras, aún se permite llamar a capítulo a su sucesor, Javier Moliner, o al alcalde de Castellón, Alberto Fabra (que el viernes pasó por el despacho del aún presidente de la Diputación) para tratar de dogmatizar sobre las líneas a seguir, porque sabe que estos quieren volar solos cuando es él quien mejor conoce el partido, la provincia, las instituciones, a los alcaldes, los afiliados y sus simpatizantes, sus virtudes y defectos y, claro, sus flaquezas. "No sé a cuánta gente habré colocado", se le oyó decir en una grabación hurtada. Y, ni antes ni después, se le ha oído una reflexión sobre la diferencia entre el respeto y el miedo.

Lo que sí tiene en su haber es el haber marcado, en dos tramos diferentes, la senda por la que le ha seguido el presidente de la Generalitat y presidente del PP de la Comunidad Valenciana, Francisco Camps. La primera, al recordarle la necesidad que tuvo de su apoyo para lograr la dirección del PPCV y, posteriormente, mantenerse en ella, tal como luego Camps le espetó al líder nacional, Mariano Rajoy, respecto a los votos valencianos para llegar a la Moncloa. La segunda, al demostrar que era factible estar imputado y, sin apenas dar explicaciones públicas, mantenerse en el cargo hasta creerse absuelto después de que el PP revalidara su triunfo. Él, supuestamente, por enriquecerse haciendo favores políticos y, además, no declararlos a Hacienda y su "jefe", al parecer, por recibir dádivas de una trama corrupta cuyo engrandecimiento ha supuesto una merma en las arcas públicas, entre otras cosas.

Bien es cierto que a Carlos Fabra no le han echado los votantes, ni su partido, ni, de momento, la justicia, que sí ha encontrado "indicios racionales de criminalidad" en sus prácticas. "Me voy cuando he querido", ha dicho. "Yo he marcado mi propia hoja de ruta", ha insistido. Lo cierto es que le pesa el desgaste después de 24 años en la Diputación, 16 de ellos en el Gobierno.

Se medio va porque solo sobrelleva eso de que le eludan en las fotos, que no le atiendan en los despachos del Gobierno valenciano, que se haga evidente su falta de poder, más allá de Almenara. Porque es consciente de haber "dirigido" la provincia durante los mejores años, en pleno boom económico, cuando decenas de pueblos confiaron en sus gestiones para sacar adelante programas urbanísticos y campos de golf que podrían ser el futuro de una provincia que ha saltado, sin red, de la agricultura a ese turismo, panacea del progreso vociferado en la Comunidad Valenciana. Y ninguno de esos grandes proyectos se ha ejecutado.

Se medio va, después de haber desplegado una inimaginable red de instalaciones deportivas y piscinas climatizadas que salpican hasta los más recónditos lugares de la provincia y cuyo mantenimiento sufren ahora los Ayuntamientos con agonía.

Se medio va ahora, de las instituciones públicas, cuando habrá que lidiar con recortes y apreturas, esas que no permitirán agasajar ni conceder subvenciones a toda aquella asociación que lo requiera, y cuando habrá que reducir asesores.

Carlos Fabra dice que se va pero no se quiere ir porque quiere mantener todo lo que ha tenido en la vida. No ha logrado, como hicieron sus antecesores, marcar en su familia a su "heredero". Aunque una de sus hijas se dedique a la política, no es a la política provincial, que es la circunscripción en la que podría mantener su poder.

Frecuentemente rodeado de mediocres, Carlos Fabra asoma a su lado como un "animal político", incapaz de ceder el "trono" en quienes no confía. Solo se medio va, quizá, resistiéndose a emular a aquel primer Fabra, el agüelo Pantorrilles, que llegó a la Diputación en 1874 y que la abandonó solo un año antes de morir, después de ocupar, durante 18, el sillón de presidente.

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