Emergencia nacional
El PSOE debería decidir urgentemente apartar a Zapatero del Gobierno y del partido. No tienen tiempo que perder si quieren evitar males mayores.
No era necesario acudir a las encuestas, ni siquiera esperar a celebrar las elecciones, para saber hasta qué punto se ha producido un descrédito de la marca PSOE.
Porque las ocurrencias sin sentido se han venido produciendo desde que Zapatero se encaramó a la secretaría general de su partido y no era difícil prever una debacle importante.
Las ocurrencias y contradicciones permanentes, las improvisaciones, además de ser letales para cualquier avance social mantenido, han cargado de munición las armas del PP, que ha sabido aprovechar la situación para producir un enorme desgaste al partido socialista, que en este momento está contra las cuerdas.
No pretendo hacer leña del árbol caído, pero en ocasiones como esta se hace aconsejable despiezar el árbol que cae si se quiere despejar el bosque para hacerlo transitable. Y en eso debemos estar los ciudadanos preocupados por nuestra sociedad y su futuro.
¿Cuáles han sido las razones de este continuo declive del PSOE?
Entre otras, las siguientes: el declive -resaca si se prefiere- posterior a la borrachera de poder del periodo 1982-1995, terminó por apartar de la primera línea de la acción política a la mayor parte de quienes habían acumulado experiencia en su tránsito por las distintas instancias de poder, produciéndose, al tiempo, el acceso a la primera línea de los actuales dirigentes que, por lo general, estaban mucho menos curtidos. La concentración excesiva de poder, que creó una confusión entre los roles del Gobierno y del partido, especialmente en la época de Felipe González y, sobre todo, en la de Alfonso Guerra, que aun pareciendo lo mismo, no lo es. El progresivo alejamiento de la calle, con la consiguiente pérdida del pulso ciudadano. El partidismo exacerbado y excluyente de los otros, con la consecuencia de una absoluta falta de acuerdo entre los distintos partidos políticos, incluso para lo más esencial. La apertura de las reformas de los estatutos de autonomía, sin el obligado consenso básico entre los principales partidos. La negación de la crisis económica, con la consiguiente pérdida de tiempo en un momento tan crítico. El debilitamiento internacional de España por una política exterior errática y no consensuada. El encanallamiento político, con un permanente enfrentamiento radical entre el PSOE y el PP, que evidentemente ha erosionado al PSOE. La corrupción.
Como se ve, entre las causas antes citadas, algunas no son exclusivamente responsabilidad del PSOE, sino que han sido consecuencia de una interacción PSOE-PP en la que ambos han contribuido al unísono al deterioro de la imagen que desde la sociedad se tiene de la política, pero al PSOE le ha faltado oficio para sortear la situación y el PP, por el contrario, ha salido indemne de ella.
Con este panorama no es de extrañar que aparezcan movimientos como el del 15-M, que además de preocupar a los partidos nos debe alegrar a la mayoría, por cuanto representa la aparición en la escena de los jóvenes que, en general, han venido pasando de la cosa pública, bien por la falta de propuestas que les enganchen, bien por el desencanto por el modo de operar por parte de los actores políticos. Digo que nos debe alegrar porque, aunque no hayan detallado definitivamente el conjunto de reivindicaciones que formulan, ni siquiera concretado la causa o causas de su movimiento de indignación, no es difícil aventurar que, en el núcleo de su acción, hay un reproche esencial contra el sistema partitocrático en el que viene derivando España.
El verdadero alegato contra el sistema podría formularse del siguiente modo: ¡ha muerto Montesquieu! ¡viva Montesquieu!.
Porque la democracia actual no es que no sea real. A la vista está qué ofrece. Sucede, sin embargo, que está diseñada -tal vez en exceso- en torno a los partidos políticos a los que nuestra Constitución reconoció la condición de vehículos de la democracia con el bienintencionado deseo de fortalecer un sistema incipiente que nacía sin solución de continuidad desde una dictadura; pero que ha acabado por limitar el ejercicio democrático del conjunto de la sociedad.
Porque la muerte de Montesquieu ha producido el final de la división de poderes y asistimos perplejos al espectáculo que se nos ofrece desde las cúpulas de los partidos mayoritarios, que confunden su función con la de los de los gobiernos, la de éstos con los Parlamentos para acabar fagocitando la teórica independencia del poder judicial, que se manifiesta de un modo partidista en sus decisiones más trascendentes.
Las movilizaciones juveniles de los últimos días, en el fondo, lo que reclaman es un auténtico cambio de régimen, una modificación de la Constitución en profundidad que permita restaurar una democracia participativa en la que los partidos políticos no concentren un poder tan excesivo. Para que ello sea posible son necesarios cambios de calado en el sistema electoral de nuestro país.
Ciertamente este enfoque tiene la necesaria carga utópica para que prenda de verdad la llama de la regeneración democrática. Pero la utopía no es una meta inalcanzable, solamente una verdad inmadura.
Mientras llega el momento de que madure tal verdad, habrá que avanzar en algunas de las reivindicaciones que se escuchan desde el Movimiento 15-M: más austeridad, más participación, no a la corrupción, necesidad de alcanzar acuerdos transversales sobre los asuntos básicos de nuestra sociedad, evitando el encanallamiento hoy vigente, etc.
Se dirá que estas cuestiones concretas son muy difíciles de lograr desde fuera de los partidos políticos porque el sistema imposibilita su modificación desde fuera. Es cierto. Pero hoy contamos con potentes herramientas de transformación y de cohesión social, como Internet y las redes sociales, que permiten a los ciudadanos autoorganizarse desde la base.
No debemos perder la esperanza. Hay aspiraciones menores que satisfarían una gran parte de las reivindicaciones populares: una mayor democracia interna en los partidos, que deben abrirse al conjunto de los ciudadanos, ya que el número de afiliados de éstos -singularmente en el caso del PSOE- es ínfimo, con la aparente satisfacción de sus dirigentes, porque les permite un más fácil control de la situación; la reforma del sistema electoral; austeridad en la administración de los recursos públicos; evitar duplicidades en las estructuras de las Administraciones públicas... Lo dicho, no perdamos las esperanzas.
Felipe Guardiola es abogado. Ha sido diputado, senador y vicepresidente del Consell de la Generalitat Valenciana por el PSPV-PSOE.
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