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Columna
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En la nueva Fe

En la esquina de Blasco Ibáñez con Cardenal Benlloch pregunto al conductor del bus cuánto tiempo le cuesta llegar a la La Fe nueva, y me responde que más o menos media hora. Allá que me monto y pronto descubro que el trayecto se realiza dando decenas de vueltas y revueltas por lugares absolutamente extraños para mí, descampados varios, miles de semáforos (por lo regular, en rojo), hasta que al fin vislumbro a lo lejos el destino de mi engorroso viaje. Bien. En línea recta, que la hay, el trayecto duraría poco más de quince minutos, así que el viajero piensa que se aprovecha una línea urbana que lleva a un gran centro hospitalario para cubrir de paso otros destinos. Como si fuera el bus turístico pero sin grandes monumentos de interés en su recorrido: una alquería perdida, algunos bajos de huertas deshabitados, restos de acequias ahora sin función alguna.

Desde la perspectiva de un par de centenares de metros, el nuevo hospital se asemeja a esos bloques de viviendas protegidas que se construyeron a partir de la riada del 57, aunque con más nobles materiales, y algo más de cerca se observa un cierto parecido con una prisión de mediano standing desprovisto todavía de las garitas y de los focos de vigilancia. Seis torres como seis soles de seis plantas cada una donde todavía no se han instalado las rejas, quiero decir las persianas o cortinillas que tantas molestias evitarían a los pacientes y a sus cuidadores. Ya en el interior, al menos en visitas externas, la impresión es la de hallarse en un vestíbulo de hotel con pretensiones donde no sabes bien hacia dónde encaminar tus pasos. No se observa ninguna atención al cliente si miras hacia la izquierda en busca de orientación, pero hacia la derecha, a unos cuantos metros deslumbrantes, hay como un mostrador donde una amable persona se molesta en orientarte, aunque no siempre acierta, ya que muy probablemente ni siquiera ella conoce todavía la luz de los destinos que indica.

Traumatología (yo andaba con muletas por una cosa de menisco), escalera C, planta sexta. Se me ocurrió pensar que era una atrocidad mandar a los cojos y otros traumatologizados a la planta sexta, pero bueno, allá que me fui, y llegué hasta los ascensores para encontrarme con una cola de no menos de cien pacientes, todos renegando, maldiciendo, preguntándose ¿pero bueno, esto qué es?, y con un corro de ancianos lastimados valorando las ventajas de subir hasta el sexto por las escaleras. No sé si alguno acabó de partirse la rótula con tanto esfuerzo, pero una vez todos arriba, nos encontramos como con una pantalla de televisor que iba indicando el orden de las citas numeradas. Lástima que una fila de las sillas de la sala de espera estuviera situada precisamente debajo de la electrónica, así que los allí sentados tenían que levantarse cada vez que sonaba como una campanilla que anunciaba la feliz llamada a consulta de otro paciente. Y nunca mejor dicho.

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