Un nuestro de otros
Cántabro, muy cántabro, le costó siempre aceptar haber sido antes Seve para los anglosajones que para sus paisanos. Y no le faltaba razón. En 1979, un grupo de bachilleres cántabros pasó el verano en Dublín buceando en el inglés. Sin entender muy bien por qué, prácticamente ninguno de ellos necesitó poner en el mapa a esta pequeña comunidad. No había familia irlandesa que no supiera que Cantabria era una región norteña en la que también predominaba el verde. Su único error era suponer que Pedreña era la capital. Severiano Ballesteros, Seve ya para ellos, acababa de ganar su primer Open Británico. Lo que hoy, con la dimensión alcanzada por el deporte español, hubiera sido una explosión de júbilo en cualquier pub dublinés, entonces fue tomado por los estudiantes cántabros como un fenómeno del más allá por lo desconocido e incomprensible, para estupor de los hospitalarios irlandeses.
No había familia irlandesa que no supiera que Cantabria era una verde región norteña. Su error era suponer que Pedreña era la capital
Años después, con Seve ya en los focos españoles y con plaza fija en todas las portadas británicas, un periodista pudo comprobar la universalidad de su genio. En un viaje a la isla de Bali en 1992, un grupo de bachilleres japoneses se alborotó al conocer los orígenes cántabros de su vecino de hamaca. Una tarjeta de crédito del banco santanderino le delató. Aquellos nipones adoraban de tal forma al golfista que tenían muchas más preguntas que respuestas el informador español. Una namibia socorrió al periodista. El legendario jugador sudafricano Gary Player había hecho calar a Ballesteros en su país.
Seve fue mucho más que un pionero. Fue el primer deportista español global. En un país con ombligo, Ballesteros tuvo el aire quijotesco de Santana y Nieto. Siempre sintió que su frontera estaba en los Pirineos, incluso tras el reconocimiento iniciático de sus victorias. Él no era solo un ganador, era un revolucionario, Houdini con un palo de golf. Un buscavidas desde su condición de intruso juvenil en el campo de Pedreña, lo que le hizo romper la ortodoxia de un deporte tan académico. Para Seve, la distancia más corta nunca fue una línea recta. Podía ganar desde un búnker, bajo un árbol o desde el aparcamiento. Su juego imprevisible hizo que las gradas del 18 en Saint Andrews y Augusta dejaran de ser como un palco operístico. Ballesteros atizaba una caldera de pasiones desconocida en el mundo del golf. Su carisma era infinito, por más que le carcomiera ser un apátrida de su deporte.
Como espontáneo trovador, nada se le ponía por delante. Acostumbrado a superar barreras por su cuenta, acudió al rescate de sus padrinos británicos, sometidos en la Copa Ryder por Estados Unidos. Seve dio dimensión al golf y Europa plantó cara al imperio estadounidense. Ni así sintió haber logrado el hueco que merecía en su país. A ello dedicó el resto de su vida. No solo a ser entronizado, que lo fue, sino a que el golf fuera una asignatura capital en el panorama deportivo español. También lo consiguió. Esa fue su mayor obra, de la que más orgulloso estuvo. Solo así pudo llegar a redimir a gente como aquellos paisanos bachilleres que le ignoraron en Dublín y que siempre estarán en deuda con él. Nunca fue fácil comprender a un genio.
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