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Columna
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48 años

Rosa Montero

Hace unos días, el dictador sirio, Bachar El Asad, levantó el toque de queda en su país como muestra de "aperturismo". Una pamema, porque, mientras tanto, sus matones se dedican a ametrallar a la muchedumbre indefensa. Pero no es de esos cientos de asesinatos de lo que quería hablar hoy, sino, precisamente, del toque de queda. Que llevaba 48 años en vigor. Déjenme que lo repita: los sirios llevaban 48 años soportando un estado de excepción. Y lo sorprendente no es que El Asad haya acabado por fin con esa clamorosa anomalía legal, sino que el toque de queda haya durado medio siglo sin que pasara nada. Sin que el hecho sorprendiera demasiado. ¿No es extraordinario que esa aberración haya pasado desapercibida durante tanto tiempo? Oh, sí, por supuesto, se sabía que Siria estaba gobernada represivamente y que El Asad era un tipo duro de pelar. Pero, al mismo tiempo, era ese señor alto de pinta occidental y pasable elegancia, un hombre que, para más inri, se parece inquietantemente al príncipe Felipe, solo que más feo y más tristón.

Era, en fin, uno de "nuestros hijos de puta", parafraseando el célebre dicho del presidente Roosevelt sobre Somoza o quizá sobre el dictador haitiano Duvalier, porque he oído atribuirle el cuento a ambos. Y es que, en efecto, Occidente (y no solo Estados Unidos: no nos escudemos en el tópico) ha tenido y tiene mucho miserable en nómina, mucho asesino sentado en los banquetes oficiales, mucho torturador paseando del bracete con los famosos líderes del llamado mundo libre.

Las revueltas de la zona árabe nos están estallando en la cara de los países democráticos, en esa cara tan dura que hemos vuelto siempre elegantemente hacia otro lado, para no tener que contemplar ese abuso tan indiscreto y zafio de un toque de queda que dura medio siglo.

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