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Columna
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Mujeres en el Prado

Las puertas que dan acceso al edificio del claustro de los Jerónimos que sirve de ampliación al Museo del Prado son algo más que unas puertas que franquean y obstruyen el paso de los visitantes a ese nuevo templo de la sociedad secularizada. El amplio umbral lo ha utilizado la escultora Cristina Iglesias para construir un espacio cambiante, un diafragma que se abre y obtura incesantemente. Sus grandes hojas de bronce componen, entre su posición de abierto o cerrado, varias alternativas de paso, de tránsito entre esos dos espacios públicos. Con su imponente presencia no nos dejan de hablar de la dificultad y complejidad a la hora de traspasar ese umbral, entre la vida y el lugar donde se concentra ésta de una forma excelente a través del arte.

Aunque nos empeñemos en decir lo contrario, no es fácil entrar en un museo como no lo es tampoco entrar en un libro y, para muchos y durante mucho tiempo, incluso tenerlo entre las manos. Esa suerte tuvo la pintora norteamericana Mary Cassatt, la de tomar en sus manos el catálogo del Louvre y pasear galantemente por sus salas. De esa guisa le retrató con un punto de sospechosa modernidad e insistencia su amigo Edgar Degas, mirando las obras allí expuestas, deseando aprender de los maestros del pasado y, por qué no, algún día pertenecer al pasado mismo.

No podemos cambiar la historia pero sí podemos observarla y de ahí una de las razones por las que nos interesa tanto, aún hoy, el arte y por ende los museos "históricos". En ese momento crítico, el de observar el pasado, se encontraron inesperadamente los paisanos de los pueblos españoles que pudieron acercarse al Prado a través de las copias de sus principales cuadros realizados con esmero por maravillosos pintores como Ramón Gaya para acompañar a las republicanas Misiones Pedagógicas. De esa ejemplar iniciativa y del extraño y temprano encuentro del Prado con la gente humilde de este país, sin ningún libro para llevarse a los ojos y poco más que llevarse a la boca, conservamos algún emocionante testimonio gráfico. Al hilo de lo que venía diciendo, quiero detenerme en una imagen especial, aquella que retrata a un grupo de mujeres campesinas que son sorprendidas por el ojo del fotógrafo mientras observan con verdadera expectación Las Hilanderas de Diego Velázquez. Mujeres analfabetas que se encuentran inesperadamente con esas otras mujeres pintadas, afanadas en las labores del cardado y del hilado de la lana.

Aparentemente nada había cambiado con el paso del tiempo. Sin embargo, no es tan fácil. Estas pobres mujeres con sus niños a cuestas no llegan a reconocer el mensaje del cuadro, la trágica fábula que encierra y que las separa definitivamente, más que sus lamentables circunstancias, de la verdad. En esa época, tampoco los propios especialistas en el pintor español sabían a ciencia cierta que todo el secreto de la obra, su fábula, se encerraba en la luminosa estancia que se encuentra al fondo del cuadro, donde se produce un combate dramático entre la joven Aracne, habilidosa tejedora cuyo atrevimiento al representar a Zeus en el episodio del rapto de Europa es reprendido por Minerva.

Sin duda, resulta difícil pasar de una estancia a la otra, traspasar nuevamente el umbral entre la realidad y la historia, entre la apariencia y la verdad. Una vez descubierto el enredo, nunca mejor dicho, podemos imaginar a Sofonisba Anguissola, Marietta Robusti, Artemisia Gentileschi, Clara Peeters, y un largo etcétera de maravillosas artistas en el umbral que da acceso a la eternidad antes de someterse al severo juicio de la diosa de las artes. Diremos resignadamente que son cosas del destino, pero no por ello hay que quedarse a las puertas, más bien, en lo posible, hay que sacarlas de quicio.

Miguel Zugaza (Durango, Vizcaya, 1964) es director del Museo del Prado.

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