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Crítica:PURO TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Llama Mr. Priestley

Marcos Ordóñez

Durante décadas, J. B. Priestley fue en nuestro país un borroso vestigio del pasado, uncido al lejanísimo recuerdo de La herida del tiempo de Luis Escobar en el María Guerrero, hasta que Mario Gas, en los ochenta, la hizo resplandecer de nuevo, ya con su título original de El tiempo y los Conway. En Inglaterra sucedió algo similar. En 1991, el joven Stephen Daldry pensó que su jefe, Richard Eyre, se había vuelto loco cuando le encargó exhumar Llama un inspector (An Inspector Calls, 1946) en el National Theatre: la función, feudo del teatro de repertorio, le parecía tan apolillada como Diez negritos, pero al releerla le sorprendió la fuerza dramática y humana de su requisitoria. A Richard Eyre no le faltaba olfato: el revival dirigido por Daldry se estrenó en el Lyttelton en 1992, recibió un diluvio de premios y permaneció un año en cartel. Saltó al Aldwych en 1993 y luego al Garrick en 1995: tres años más. Y otro año en Broadway. La producción giró por todo el mundo durante un lustro y en 2009 volvió al Novello del West End; cuando cerró la temporada de 2010 en el Wyndham contabilizaba nada menos que cinco mil representaciones.

Pou renuncia a inventos innecesarios, pero sin la menor prosopopeya interpretativa. Su magistral composición del inspector es sobria y matizadísima

En 1992, Llama un inspector había sido recibida como un alegato contra la temible señora Thatcher, que acababa de proclamar: "La sociedad no existe, sólo hay individuos". Pocos recordaban entonces que la función había nacido para acabar con frases (y con políticas) como esa. Durante la Segunda Guerra Mundial, la voz del socialista Priestley rivalizó, literalmente, con la del conservador Churchill: Poscripts, su flamígero comentario en la BBC, congregaba a medio país ante la radio cada domingo por la noche. Llama un inspector fue concebida en 1944 como un alegato propagandístico, ante las elecciones de 1945, a favor de la candidatura laborista de Clement Atlee, que propugnaba un cambio radical bajo el lema de "Let Us Face the Future". Ambientada en la Inglaterra eduardiana de 1912, quiso ser un "adiós a todo eso": al clasismo coriáceo, a la hipocresía como norma, a la explotación maquillada con buenas maneras, a la indiferencia camuflada de filantropía. Pero la obra, considerada demasiado "oscura y negativa", no encuentra teatro en Londres y estrena en Moscú, en mayo de 1945. Priestley llega tarde a la campaña electoral, que de todos modos ganan los laboristas dos meses más tarde. Llama un inspector se presenta al fin en el New Theatre en octubre de 1946, con Ralph Richardson como el inspector Goole y el joven Alec Guinness como Eric Birling, y causa el esperado impacto: es la primera pieza que, en el anquilosado West End de la posguerra, aborda combativamente una temática social. Su forma también era nueva, y como tal fue imitadísima: un melodrama regeneracionista, de estirpe ibseniana, pero en clave policial y con giro fantástico. Priestley resuelve con astucia el rosario de coincidencias que cimienta la intriga, y que a primera vista se nos antojaba inaceptable: el recurso que utiliza, y que no revelaré aquí, refuerza su condición de parábola. De igual modo, los perfiles de la familia Birling parecen rozar lo maniqueo pero no son en absoluto inverosímiles ni están, por desgracia, anclados a una época. Así, la intriga atrapa y el alegato inflama por el ímpetu de su santísima ira al recordarnos lo que olvidamos una y otra vez: que todos estamos vinculados y somos responsables, por acción u omisión, de lo que les sucede a los demás.

La función, que se representó muchísimo en España, sobre todo en teatro de aficionados (al igual que Esquina peligrosa, donde Priestley ensaya por primera vez una estrategia similar), no se había puesto nunca en catalán en la escena comercial, por lo cual el montaje de José María Pou en el Goya puede considerarse un estreno. Sobre la traducción de Joan Sellent, de nuevo espléndida, Pou ha hecho un trabajo al estilo de Mamet, yendo al hueso y limpiando el texto de reiteraciones y retórica: una hora y media en la que todo avanza como una rueda sin que se eche nada en falta. A diferencia del espectáculo de Daldry, que optaba por un expresionismo ocurrente pero un tanto pueril (la mansión de los Birling como casa de muñecas que acababa viniéndose abajo), Pou ha optado por un depurado clasicismo, concentrándose en lo esencial: establecer la atmósfera, tensar los ritmos y comunicar la emoción. El extraordinario decorado de Pep Durán es un interior eduardiano hiperrealista, con maderas nobles y piezas de anticuario; algo insólito, por su calidad y riqueza de detalles, en un montaje comercial. Igualmente notables son el vestuario de Nina Pavlowski y el elegante y sutil juego de luces de Albert Faura, que establece el clima invernal y cerrado, y marca, sin subrayar, los momentos confesionales y la tonalidad irreal. La intención de Pou, rubricada por el uso de telón a principio y final, parece ser la de instalarnos no sólo en esa época sino también en esa forma, renunciando a inventos innecesarios, pero sin la menor prosopopeya interpretativa. Su magistral composición del inspector es sobria y matizadísima, a caballo entre la flotante melancolía de su inolvidable "cadáver de permiso" en Desig, de Benet i Jornet, y el aura romántica del Holmes de Christopher Plummer en Asesinato por decreto: en sus manos, Goole podría ser perfectamente el padre de la muchacha muerta, que irrumpe en la fiesta en busca de justicia y reparación. Ese gran veterano que es Carles Canut (Arthur Birling), durante demasiado tiempo huérfano de un papel al que hincarle el diente, atrapa y sirve muy bien la ferocidad tosca y despótica del empresario patriarcal que anhela ascender socialmente; sus hijos en la ficción, Paula Blanco (Sheila Birling) y David Marcé (Eric Birling), tienen talento y frescura, pero ella debería controlar una cierta tendencia a los tonos chillones y/o llorosos y él imprimir mayor convicción a su borrachera. Están impecables Victoria Pagès (Sybill Birling), soberbia en su enfrentamiento con Goole, y Ruben Ametllé, que da a la perfección el perfil de Gerald Croft. ¿Para cuándo un Rattigan?

Truca un inspector, de J. B. Priestley. Traducción de Joan Sellent. Dirección de José María Pou. Teatro Goya. Barcelona. www.teatregoya.cat.

José María Pou (a la izquierda) y Carles Canut, en una escena de <i>Llama un inspector,</i> de J. B. Priestley.
José María Pou (a la izquierda) y Carles Canut, en una escena de Llama un inspector, de J. B. Priestley.DAVID RUANO

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