Paisaje apocalíptico con Aguirre al fondo
Antes de que el castigo se le ocurriera al adusto Yahvé (o Elohim, o Adonay, o como quiera que se nombre al Innombrable), Zeus, el padre de todos los dioses, envió a los hombres un diluvio universal para exterminarlos a cuenta de su presunta impiedad. Sólo Deucalión, hijo de Prometeo, y su mujer y prima carnal, Pirra, hija de Epimeteo y Pandora, se libraron de la muerte, escondidos en un enorme cofre de madera hasta que cesaron las lluvias. Ellos -antes que el borrachuzo Noé y su progenie- fueron los encargados de engendrar a la nueva raza de seres humanos virtuosos que, como segunda oportunidad para la especie, poblarían la Tierra. Los dioses nos crearon a su imagen y semejanza, pero han demostrado en incontables ocasiones que no nos pueden soportar: de vez en cuando les da la pájara y nos ahogan o nos queman o agitan la tierra bajo nuestros pies, y santas pascuas. Contemplo en la pequeña tabla de Rubens (un pintor al que Baudelaire llamó "río de olvido y jardín de la pereza") que se exhibe en el Prado una posible interpretación plástica de aquel instante re-fundacional. En su caminar solitario por el mundo vacío y húmedo Deucalión y su esposa lanzan piedras a sus espaldas: de las que arroja él surgen los hombres, de las de ella, las mujeres. Padre Deucalión, madre Pirra: aquí estamos hoy vuestros (aprox) 6.500 millones de hijos (y seguimos contando). Leo en el muy recomendable Diccionario de los mitos clásicos para uso de modernos (RBA), de Luis Antonio de Villena, la letra del hermoso mito, que remite a Apolodoro (Biblioteca) y a Ovidio (Las Metamorfosis), pero del que también se hace eco, entre otros, Virgilio en sus Bucólicas. Empezar de nuevo: la segunda oportunidad, la tabla rasa. Tal vez haya también quien sobreviva al nuevo castigo que ahora, cuando parece que Zeus y Yahvé se han ausentado, nos hemos diseñado nosotros mismos en aras de una idea antigua e insostenible del progreso. De esa probable catástrofe que viene habla, precisamente, Guerras climáticas (Katz), un libro terrible y necesario de Harald Welzer que nos explica, como reza su subtítulo, 'Por qué mataremos (y nos matarán) en el siglo XXI'. El agua y los alimentos básicos serán más preciados que el petróleo: la desertización y la erosión de los suelos, la desaparición o la escasez de ciertas materias primas fundamentales para la supervivencia de poblaciones enteras, junto con la contaminación y el agotamiento del agua estarán en el origen de las próximas (y despiadadas) guerras. Ya están aquí: en Darfur, explica Welzer, tuvo lugar la primera guerra climática. Buena parte de los emigrantes son ya refugiados climáticos: huyen de las sequías y de las hambrunas de África subsahariana, del sur de Asia, de las islas ecuatoriales, de las zonas más deprimidas e insalubres de Latinoamérica, y fuerzan paupérrimos las fronteras y vallas (como en Ceuta y Melilla en 2005) que levantan los que los dominaron y ahora tiemblan al escuchar su clamor. Mientras los negacionistas del ecocidio siguen dando la espalda a la evidencia del deterioro, y crecen las asimetrías interregionales, nuestro mundo camina por la senda que han señalado las distopías, incluyendo Mad Max. Las representaciones simbólicas de este tiempo parecen expresar cierta nostalgia post-apocalíptica, a veces como añoranza de una pretendida edad de oro prehistórica, cuando todavía no existían ni la propiedad privada ni el Estado, y en la que las guerras aún no lo eran del todo. Quizás por ello siga funcionando comercialmente muy bien, tres décadas después de su primera entrega (El clan del oso cavernario, 1980), la saga de Los hijos de la tierra, de la que ya se han vendido más de 45 millones de copias en todo el mundo (tres de ellas en español). Ahora, a sus 75 años, Jean Marie Auel (pronúnciese "Ául"), su autora, está a punto de saborear los frutos (presumiblemente abundantes) del perfectamente engrasado y coordinado lanzamiento mundial (el 29 de marzo) de la sexta entrega de las aventuras de Ayla y Jondalar, ahora en La tierra de las cuevas pintadas. En España la publicará, como en las otras ocasiones, Maeva, una editorial independiente (fundada en 1985) y que ha aprovechado la ocasión para rediseñar la edición de bolsillo de las otras cinco y lanzar una edición conmemorativa de la primera. No hace falta ser un lince para saber que el nuevo libro formará parte del pelotón de escogidos que más se venderán esta primavera.
Aguirre
Jesús Aguirre, el ex clérigo que se convirtió en 18º duque de Alba, llegó a asumir de tal modo la carga del hombre blanco (y aristócrata) impuesta por el último avatar de su novelesca existencia (más Julien Sorel que Iván Oblómov), que al final de ella se comportaba como un latifundista de toda la vida. Viajaba al "Milanesado", hablaba de su lugar en la dinastía nobiliaria, velaba por su centenaria hacienda. Nadie, salvo Manuel Vicent, podría haber escrito con tanta propiedad y desparpajo, con tanta ironía y tristeza, con tan eficaz distancia admirada, esta novela fingida (o quizás biografía vergonzante), disfrazada de retablo descoyuntado y tremendo del franquismo medio y tardío. Sólo que aquí el personaje principal resulta una especie de Max Estrella en el que la ceguera ha sido sustituida por la ambición y la bohemia poética por el marxismo de cátedra de la escuela de Fráncfort y los sabrosos secretos descubiertos en el confesionario. El personaje literario (y narrador) Vicent, mitad Virgilio y mitad don Latino de Hispalis, le acompaña (y al lector, también) retrospectivamente por aquel Madrid suavemente desafecto de los intelectuales y patricios de la cultura antifranquista (pero de orden) que luego se harían (y entregarían a Aguirre su parte alícuota) con el poder. Eterno insatisfecho, aquel intelectual ambicioso y atormentado, que dirigió Taurus (Teilhard, Adorno, Benjamin) y llegó al ¡Hola! por la puerta grande, después de conocer a su duquesa en su puesto de director general de Música (lo nombró Pío Cabanillas, que también era fan del cura), es todo un personaje de leyenda urbana, un producto humano probablemente irrepetible y, sin embargo, tan hispánico y atrabiliario a su modo como el (post) barroco Torres Villarroel. Y Vicent lo retrata en contrapicado, con generosidad y, a la vez, con un punto de aprensión elegiaca, como si quisiera estar allí y, a la vez, salir corriendo; como si hubiera tenido que escribir este libro para quedarse en paz y regresar al Mediterráneo a contemplar las maravillosas nubes que pasan allá abajo. Del personaje, otro ególatra romántico, me quedo con aquel dominus vobiscum transmutado en bonjour, tristesse, aquel día en el que el cura Aguirre descubrió a su queridísimo amigo Enrique Ruano (al que después asesinó la policía política franquista) entre la feligresía que había acudido a su celebración de la Eucaristía. O con ese último capítulo triste y cruel en el que toda pasión se ha extinguido y el cáncer es la última verdad. El libro, por cierto, se llama Aguirre, el magnífico y lo ha publicado Alfaguara. No sé qué hacen todavía ahí, con tanta librería abierta.
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